domingo, 12 de septiembre de 2004

La última singladura del velero "La Verdad"

Juan Carlos Díaz Lorenzo
Santa Cruz de La Palma

En una de mis anteriores crónicas hacía referencia a la eterna disputa entre las tripulaciones y los partidarios de los veleros palmeros de la Marina Mercante ochocentista, en sus viajes entre La Palma y Cuba. Los barcos más célebres, construidos todos ellos a la orilla de la capital palmera, fueron La Fama de Canarias, La Verdad y El Triunfo.

Hubo otros más, sin duda, pero estos tres se mantuvieron siempre en primera línea.

El indudable protagonismo de estos barcos discurre paralelo al de sus capitanes, hombres avezados, capaces y muy prestigiados en su época, hasta el punto de que había pasajeros que sólo querían hacer viaje en un barco determinado, entre otras razones por el trato que les dispensaba su capitán, como era el caso de Eduardo Morales Camacho, titular del velero La Verdad.

"En aquellos primeros tiempos de este barco -escribe Armando Yanes en su libro Cosas viejas de la mar-, no se concebía hablar de La Verdad sin que inmediatamente surgiera el nombre del inteligente y digno capitán que la mandó en su primer viaje y luego durante doce años consecutivos".

Eduardo Morales Camacho nació en Santa Cruz de La Palma en mayo de 1825 y obtuvo el título de piloto a la edad de 18 años. Participó muy directamente en el proceso de construcción del velero La Verdad, cuyos planos diseñó Sebastián Arocena Lemos por encargo del armador palmero Juan Yanes García, que era su suegro.

Viaje inaugural a La Habana. Era un buque de 775 toneladas y medía 40 metros de eslora en la cubierta, 9 de manga fuera de forros y 4,87 de puntal. El palo mayor medía 40 metros de altura desde la carlinga a la galleta y el trinquete llevaba aparejo de cruz con cangreja y escandalosa en la mesana. Su construcción comenzó el 17 de diciembre de 1871, se botó en fastuosa ceremonia el 12 de abril de 1872 y en agosto de 1873 llegó a La Habana en viaje inaugural.

Sus planos, así como una maqueta, se encuentran expuestos en el museo de San Francisco de la capital palmera y fueron enviados a la Exposición Internacional de Filadelfia celebrada en 1876, alcanzado justo y merecido premio con la concesión de un diploma con medalla de la muestra de rango mundial.

En poco tiempo, La Verdad adquirió fama por su rapidez, llegando a batir algunos récords de viajes. En 1894, en la travesía de La Habana a Santa Cruz de La Palma, invirtió tan sólo 18 días, cuando normalmente, con viento favorable, era un viaje de 40 a 45 días. Este velero repitió su hazaña en otro viaje posterior, al tardar apenas 19 días.

Este velero navegó siempre en la carrera de América, transportando frutos del país y pasajeros, retornando con carga y abundante pasaje "pues conocemos viajes de La Verdad -relata Armando Yanes- que llevaba o traía más de 400 pasajeros, además de la tripulación. Entonces las personas no necesitaban muchas comodidades que no podemos prescindir hoy y así se puede explicar de tanta gente a bordo de tan poco tonelaje y relativamente pequeño para alojar a tantos de éstos, máxime en viajes largos. Y sin embargo ellos hicieron durante muchos años todo el servicio que luego fue sustituido por los más modernos trasatlánticos de vapor".

Del capitán Morales, Armando Yanes escribe que "era hombre fuerte, animoso, de complexión recia, locuaz, gran conversador, estudioso, culto y muy simpático en su trato siempre correcto, lo que le hacía ser muy querido y respetado de todos, no solamente por estas prendas de su manera de ser unidas a su gran caridad cristiana, sino por la bondad y grandeza de su alma noble y buena, dentro de la cual siempre encontraba consuelo para el desvalido. Entusiasta y enamorado de su profesión, gustaba estar enterado y al corriente de cualquier adelanto que se introdujera en la navegación, aun después de desembarcado, ya que él continuaba teniendo siempre, ahora, en su imaginación, a su querido barco, que no podía olvidar y lo que seguía en todo momento".

En 1885, Eduardo Morales Camacho hizo su último viaje al mando de La Verdad y a su regreso a Santa Cruz de La Palma desembarcó definitivamente. Motivos familiares -enfermedad de su esposa y el fallecimiento de su suegro- forzaron los acontecimientos. Entonces contaba 60 años, de los cuales había navegado por espacio de 42.

En su retiro de la capital palmera, el capitán Morales Camacho conservaba en su despacho tres cronómetros marinos, uno de ellos con una placa en la que figuraba el nombre de su amado velero. Gozaba de fama de buen marino, seguro y preciso en sus cálculos y no se conoce que sufriera percances graves, a pesar de haber soportado duros temporales y huracanes en el trópico.

En reconocimiento a sus servicios, el Gobierno español le concedió el título de teniente de navío honorario de la Armada, con derecho a uso de uniforme, razón por la cual enarbolaba en el tope del palo mayor del buque de su mando el gallardete con la insignia distintiva.

El 25 de enero 1905 falleció en Santa Cruz de La Palma a la edad de 80 años. Su sepelio constituyó una impresionante manifestación de duelo, siendo el féretro escoltado por el Batallón de Infantería de guarnición en la ciudad y recibiendo también los honores militares a su jerarquía castrense honorífica, con una descarga de fusilería en el momento en que su ataúd fue sepultado para siempre.

Miguel Sosvilla González
Otro distinguido capitán de la Marina Mercante ochocentista de La Palma, Miguel Sosvilla González -a quien dedicaremos un capítulo más amplio-, ostentó el mando de La Verdad durante trece años, siendo, por azares del destino, el último de su carrera profesional.

De su diario de navegación, en el que relata los avatares de su vida marinera, entresacamos el siguiente episodio:

"Comienzo de mi último y desgraciado viaje...

El día 4 de septiembre de 1898 zarpé de la rada de Santa Cruz de La Palma con destino a la isla de Cuba conduciendo cargamento de cebolla y tripulado por 13 marineros; la travesía se verificó en 32 días con toda felicidad. A mediados de noviembre terminé la descarga y cumpliendo las instrucciones de mis armadores preparé el buque para lastre de aguardiente y azúcar y salir para Brunswick. El día 4 de diciembre ya tenía el buque listo para emprender el viaje y fui a tierra con el propósito de despacharme para hacerme a la mar al siguiente día; pero al llegar al escritorio de mis consignatarios, Sres. Galván y Cía., me informaron que habían recibido un cablegrama de mis armadores en que decían cargásemos el buque totalmente de aguardiente y saliera para La Palma antes del día 15, a cuyo cablegrama se les contestó que no era posible conseguir el aguardiente antes del 20, contestando ellos que estaban conformes.

Durante este tiempo se declararon a bordo fiebres palúdicas, por lo cual tuve que desembarcar tres marineros, porque así lo desearon, para curarse en tierra.

El día 29 por la mañana no me fue posible salir por otra contrariedad, que me avisaron faltaba el cocinero, que desde la noche anterior había ido a tierra, resultando después de muchas averiguaciones que estaba preso en la villa de Regla, que lo habían prendido aquella noche por haberlo encontrado por la calle con un fusil que le habían regalado y que traía para a bordo; pero por fin conseguí que lo dejaran en libertad, y por la tarde zarpé con destino a Santa Cruz de La Palma.

A los cuatro días de navegación nos dio un viento duro del N. y NE. con mar gruesa trapichada que duró dos días, habiendo descubierto el buque una vía de agua, por lo que había que estar picando las bombas muy a menudo, y habiéndose descompuesto una de ellas, después de haber cesado el tiempo, se notó que por la proa, casi por la línea del agua y en la unión de las tablas con la roda, había un gran hueco, entrando mucha agua por el rancho de los marineros y carbonera. Este hueco se pudo tapar cuando se quedó la mar un poco serena, colgando un marinero de una guindola por la proa y cuando el buque se levantaba le metía masilla preparada a bordo con ceniza y alquitrán y clavándole encima una plancha de cobre.

Remediada esta avería y habiéndose quedado el tiempo bueno, continuamos nuestro viaje tranquilamente; pero yo siempre con un presentimiento que me tenía bastante triste y muchas veces, hablando con el contramaestre, le decía que nunca había deseado llegar tan pronto a puerto como en aquel viaje.

El día 10 de enero a las 10 de la mañana se formó un gran chubasco por el NO. y nos viene encima, con mucho viento, rolando después éste para el N. aventando con mucha fuerza y levantando mar gruesa, por lo que nos quedamos con el trinquete y gavias bajas; así continuamos todo el día 10 y 11, habiendo empezado a mejorar el tiempo el 11 por la noche, y a las ocho de la mañana viramos para el O. por considerarnos próximos a las islas Bermudas.

En la madrugada del día 12 volvimos a virar para el E. y al amanecer se vio el faro del SO. de dichas islas. A las ocho de la mañana, viendo que no podía pasar por el N. de estas, porque el viento no me daba, resolví pasar por el sur (destino fatal que me arrastraba a mi desgracia!).

El buque tocó fondo
La tierra estaba bastante tomada por el tiempo reinante. A las diez y media se avistaron dos barquillas de prácticos por la proa y momentos antes de llegar a ellas noté que el color del mar era de poco fondo, orzando inmediatamente todo para el O.; pero a los pocos momentos tocó el buque en el fondo, quedando sobre un bajo. En aquellos instantes tuve suficiente valor y conservé toda mi serenidad, disponiendo todas las maniobras para sacar el buque del bajo; pero después que me convencí que todo era inútil, me quedé sin ánimo y sin poder articular palabra. La sangre se me agolpó a mi cabeza y sólo pensé en terminar pronto aquel horrible sufrimiento. Ya un poco más calmado me determiné a ir a tierra para pedir auxilio y ayuda a la autoridad consular española y salvar todo lo que pudiera del cargamento, pues no había tiempo que perder.

A las tres de la tarde llegué a tierra y tuve que esperar en el bote hasta que llegó el médico de sanidad acompañado del cónsul de España, no habiéndome admitido libremente por ser mi procedencia de La Habana. Entonces pedí al cónsul que me facilitara toda clase de auxilios para salvar a la tripulación y la carga, y se me proporcionaran medios de ir a mi buque, pues temía se destrozara de pronto y sobreviniera algún daño a la tripulación. A las siete de la tarde me mandaron un remolcador, y embarcándome en él partí para a bordo; pero a causa del mal tiempo reinante no me fue posible llegar a bordo hasta la una de la madrugada, encontrando el buque bastante destrozado y completamente anegado, sin la tripulación, y pasé el resto de la noche en la toldilla de popa con el agua hasta las rodillas.

La noche más horrible
¡Qué noche más horrible pasé y qué largas me parecieron las horas! Cada golpazo que el buque daba contra las rocas, crujiendo sus maderos, eran otros tantos que sentía en mi cabeza, y tenía momentos que deseaba acabara de romperse para yo hundirme con él; y así llegó el día 13 de enero. Cuando ya fue de día empezaron a llegar lanchones y el remolcador que me había traído, y por ellos supe que la tripulación había llegado sin novedad a tierra. Casi todo el día lo pasé al lado de los escombros del barco, en el remolcador, teniendo cuidado que los lanchones fueran recogiendo las pipas de aguardiente que iban flotando, y a las cuatro de la tarde llegó en un vaporcito el cónsul y el médico de sanidad y se empeñaron en llevarme a tierra".

El 26 de mayo de 1920 falleció en Santa Cruz de La Palma y en la esquela publicada en DIARIO DE AVISOS figura como capitán de primera clase de la Marina Mercante en posesión de la Cruz del Mérito Naval con distintivo blanco.

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