domingo, 13 de enero de 2008

Pedro Arocena, capitán de vela

JUAN CARLOS DÍAZ LORENZO
SANTA CRUZ DE LA PALMA


La mayoría de los barcos construidos en el transcurso del siglo XIX a orillas de la capital palmera fueron vendidos en Cuba y el resto fueron contratados por armadores canarios para destinarlos al tráfico de cabotaje interinsular y a la pesca en la vecina costa africana. Hubo algunas excepciones, como el encargo del mayor velero construido en La Palma, bautizado con el nombre de Rosa del Turia, de 911 toneladas de arqueo, construido por Sebastián Arocena para el armador valenciano E. Viñas y entregado en 1861. Años después alcanzaría triste fama en el tráfico de esclavos.

La actividad industrial que generó la construcción naval provocó una importante explotación de los montes palmeros, de modo que en algún momento, no sólo los vecinos de la ciudad, sino también los de los pueblos colindantes, vieron mermada la disponibilidad de madera y carbón para sus hogares. Así apreciamos que, en 1844, el teniente de alcalde Francisco Rodríguez, consciente de la importancia de los montes como principal riqueza de la isla, cuestionaba abiertamente las autorizaciones que se concedían para el corte de troncos, y eso que, por entonces, la actividad fabril aún no había alcanzado su apogeo.

Los barcos construidos en La Palma fueron aparejados de brickbarcas, con tonelajes que oscilaron entre 911 y 259 toneladas de arqueo; fragatas, de 568 a 163 toneladas; barca, de 298 toneladas; bergantines, de 110 a 163 toneladas; goletas, de 50 a 163 toneladas; pailebotes, de 51 a 80 toneladas y balandras, de 15 toneladas. A los barcos aparejados de pailebote, la familia Arocena había introducido algunas novedades de diseño que los hacían unos barcos mejor adaptados para la navegación por las aguas del Atlántico.

La rama de los Arocena que radica en Las Palmas de Gran Canaria tiene sus orígenes en la figura singular del capitán Pedro Arocena Lemos, uno de los personajes de la Marina Mercante del siglo XIX en Canarias. Nacido en Santa Cruz de La Palma el 11 de julio de 1817, fue bautizado el 13 de agosto en la iglesia de El Salvador, donde se habían casado sus padres. El 20 de diciembre de 1862, cuando contaba 45 años, contrajo nupcias con María del Pino Grondona Pérez, de 22 años.

El 13 de agosto de 1860 se produjo la botadura de la goleta Gran Canaria, construida en los astilleros de San Telmo por Sebastián Arocena Lemos para la propiedad de su hermano Pedro, asociado por entonces con Francisco Neyra Orrantia, quien, además, había sido su padrino de boda. Pero con el paso del tiempo, la Gran Canaria sería propiedad absoluta del ilustre marino palmero.

De 523 toneladas de arqueo, la construcción del buque ascendió a 23.000 reales y cuando entró en servicio era el barco más grande construido hasta entonces en Gran Canaria. Tal porte se puso de manifiesto cuando en su primer viaje a La Habana, el vigía del castillo del Morro llegó a cantar, al divisarla, confundido ante su silueta aún lejana: "¡Fragata española de guerra!", asombrándose después al comprobar que se trataba de un velero de tres palos de carga y pasaje.

El día de la botadura de la goleta Gran Canaria, la gente no cabía en la caleta de San Telmo, en la que una charanga amenizaba el acto interpretando las piezas más en boga. La expectación aumentó al máximo cuando llegó el momento del deslizamiento sobre la grada y el barco se negó a besar las aguas mansas de la ribera. En el puerto de La Luz se encontraba surto el mercante inglés Warrior, que acudió en su ayuda, ordenando su capitán darle un cabo para hacer posible la botadura, operación que se realizó con escaso acierto, pues el cabo se enredó entre la hélice del éste y el timón de la otra, provocando que la goleta quedara sin gobierno y acabara varada en la orilla del Guiniguada.

La goleta Gran Canaria pudo ser reflotada y reparada y poco después inició sus singladuras en la línea de Cuba, trayendo, en los viajes de vuelta, cocos, caoba, azúcar, ron, melazas, mantones de Manila y otras sedas y joyas de la China y el Japón, y como bien dice Martín Moreno, "todo lo demás bueno y bien visto que de las Antillas venía en aquellos tiempos".

En 1874, tras el fracaso de la cochinilla, la goleta Gran Canaria participó en el tráfico de la emigración a Cuba, llevando en cada viaje a unas cuatrocientas personas, atraídos por el trato exquisito que dispensaba la tripulación del capitán Pedro Arocena, pese a las estrecheces del espacio donde habían de moverse, y eso que, por entonces, los trasatlánticos franceses y los españoles competían entre sí por la preciada carga humana.

Al igual que sucediera con el capitán Eduardo Morales Camacho, al capitán Pedro Arocena Lemos también quisieron involucrarlo en el comercio de esclavos. Consta que a finales de febrero de 1884 arribó la goleta Gran Canaria a La Habana con unos quinientos isleños a bordo, braceros casi todos, que en su mayoría iban contratados por el conde de la Reunión para emplearlos en sus colonias e ingenios. Considerados como víctimas de un tráfico "esclavista", se le quiso hacer "pagar el gasto" al capitán Arocena Lemos. Llegaron a decir que los emigrantes se habían visto entre la espada del conde y la pared del armador, al no dejarlos en libertad para elegir a otros patronos, sino rendirse a las exigencias del "más o menos aristocrático negrero", según escribió Néstor Álamo. A su vuelta a Las Palmas, Pedro Arocena explicó detalladamente a la opinión pública canaria cuál había sido su parte en el asunto y dejó clara la personal integridad que le distinguía.

María Luisa Arocena Ley de Roca -bisnieta del ilustre capitán palmero- conserva en su casa de Las Palmas el cronómetro marino de la Gran Canaria, sobre el que existe una placa que dice: "Al capitán don Pedro Arocena, por su valor y buen comportamiento en salvar las vidas de los pasajeros y la tripulación del Dácila, el 27 de abril de 1851. Presentan esta memoria sus amigos de Tenerife". Martín Moreno estima que es probable que tan humanitario servicio lo prestara Pedro Arocena cuando estaba al mando del bergantín Las Palmas.

En el domicilio del doctor Fernando Navarro Arocena se conserva en perfecto estado el escritorio de la Gran Canaria y otro bisnieto del célebre capitán palmero, Juan Esteva Arocena, honorable cónsul de la República de Chile en Gran Canaria, muestra con orgullo el reloj de bolsillo, el catalejo y el sable usados a bordo por su bisabuelo. Y, como si hubieran sido escritas ayer mismo, conserva celosamente todas las cartas que Pedro Arocena dirigió a sus hermanos cuando navegaba, en las que trata temas profesionales y personales.

En noviembre de 1885, la goleta Gran Canaria zarpó de La Habana al mando del capitán Pedro Arocena Lemos, llevando como piloto a Enrique Rodríguez y José Palenzuela de contramaestre. Al atardecer del día nueve, cuando navegaba por el mítico Golfo de las Yeguas, el tiempo comenzó a presagiar un huracán. Se dispuso la maniobra y todo quedó preparado para afrontar el temporal en las mejores condiciones posibles. Esa misma noche se desató la furia del huracán y al amanecer del día siguiente, montañas descomunales de mar embravecida amenazaban insistentemente con envolver para siempre a la Gran Canaria, que navegaba frágil entre las moles fabulosas.

Las velas volaron como pedazos de papel y la arboladura sufrió graves daños. En medio de rezos y promesas, los tripulantes y los pasajeros de la Gran Canaria se encomendaron a Dios, despavoridos en la unánime comprensión de que se encontraban ante las puertas de la Eternidad.

Con las escotillas cerradas y en medio de infernales golpes de mar, el barco -buen barco, legítimo orgullo de La Palma y Gran Canaria- resistía sin que el capitán Arocena cediese en su cumplimiento de marino avezado. Contaba entonces 68 años de edad y a medianoche comenzó a amainar el temporal y con ello se devolvió la esperanza a los expedicionarios. Al amanecer del día 11, con el viento bastante calmado y las aguas más tranquilas, la euforia reapareció en los rostros de aquellos asustados tripulantes y pasajeros que, mirando al cielo, todavía no creían salvadas sus vidas.

La goleta Gran Canaria, uno de los veleros más famosos de la flota isleña ochocentista, parece que acabó sus días como pontón en el puerto habanero. Y su intrépido capitán, Pedro Arocena Lemos, falleció el 31 de julio de 1902, a la avanzada edad de 85 años.

Uno de los barcos más famosos construidos en La Palma fue la fragata La Amistad, de 163 toneladas de arqueo y construida en 1828 por José Arocena Lemos, para el armador Manuel Buenamuerte González.

El erudito profesor Manuel de Paz Sánchez [La Ciudad. Una historia ilustrada de Santa Cruz de La Palma (Canarias), 2003] plantea la hipótesis, refiriéndose a uno de los motines de esclavos más importantes de la historia de la trata, acontecido a bordo de un barco llamado Amistad cuando viajaba de La Habana al puerto de Guanajay, frente a la costa septentrional de Cuba, si éste era, en realidad, La Amistad, nacido a orillas de la capital palmera.

Al histórico motín de 53 esclavos, casi todos del pueblo mende, originarios de la región a unos cien kilómetros tierra adentro del río Gallinas, se refiere el historiador Hugh Thomas, y habla de un barco construido en Baltimore, "un modelo sin igual por su velocidad, de unas ciento veinte toneladas", que iba al mando del capitán Ramón Ferrer. Manuel de Paz valora la viabilidad de su hipótesis y resulta interesante conocer sus planteamientos.

Thomas sigue, entre otros, el testimonio del cónsul británico para la represión de la trata Richard Madden, quien relata las peripecias de un viaje que, gracias a la rebelión encabezada por Cinqué, acabó en Nueva York, donde el barco fue retenido acusado de contrabando. Pese a las protestas del embajador español, que pidió que le fuera entregado el buque, el caso pasó a la Corte Suprema de EE.UU., donde el ex presidente John Quincy Adams -entonces diputado por Massachussets-, defendió con éxito la tesis de que los cautivos habían sido esclavizados ilegalmente, y por ello fueron puestos en libertad y devueltos a Sierra Leona.

El barco era, al parecer, un velero del tipo "Baltimore Clipper" y por investigaciones posteriores a las que se refiere al profesor De Paz citando al profesor Forbes, se supone que fue construido en Cuba, y no en Baltimore, en torno a 1835. La pista del velero La Amistad se pierde en la isla de Guadalupe, donde fue vendida en 1844 y utilizada para el transporte de mercancías, hasta que desapareció antes de 1850.

Tanto Juan B. Lorenzo Rodríguez [Noticias para la Historia de La Palma, 1975] como Armando Yanes Carrillo [Cosas viejas de la mar, 1953] coincidieron al señalar al buque La Amistad como uno de los barcos construidos en los astilleros de Santa Cruz de La Palma, aparejado de fragata y 163 toneladas de arqueo, propiedad de Manuel Buenamuerte González, "personaje de apellido tan pirático" que no figura como propietario de otros barcos mencionados en las relaciones citadas, aunque es posible que fuera hermano de José Buenamuerte González, que contrató la construcción de una goleta de 70 toneladas, nombrada Antonia y entregada en 1843.

En la relación publicada por Armando Yanes figura otro probable miembro de la saga familiar llamado J. Buenamuerte y Medero, que encargó a Fernando Arocena la construcción de un pailebote redondo de 80 toneladas, botado en 1842, al que puso el curioso nombre de Negrita y cuyo destino era Cuba.

Los nombres de los barcos se prestan, en ocasiones, a cierta confusión. Existe constancia, por ejemplo, de que Manuel de Armas Cabrera, capitán y maestre del bergantín-goleta español Los Dolores (a) Argos, de 99 toneladas, matriculado en La Habana, partió de Santa Cruz de La Palma para la capital cubana en febrero de 1836. Este hecho demuestra que el tráfico entre Cuba y La Palma se incrementó considerablemente durante la primera mitad del siglo XIX, "resultando posible -como señala el profesor De Paz-, que se fabricasen algunos barcos en la capital palmera para ser matriculados, más tarde, en la Perla de las Antillas".

En el caso del velero La Amistad, el investigador palmero sostiene que parece lógico aprovechar la economía de escala y la existencia de un comercio triangular entre este lado del Atlántico y el Caribe para sacar un máximo de rendimiento. Podría, por ejemplo, manufacturarse el buque en Santa Cruz de La Palma, que marchara después al golfo de Guinea en busca de esclavos y recalara, finalmente, en Cuba, donde la demanda de fuerza de trabajo cautiva para los ingenios era extraordinaria en estos años, especialmente de esclavos jóvenes, vendiendo allí no sólo la carga sino el propio buque, o bien regresara a las islas o a la Península con café, azúcar u otras mercaderías. "Sin duda -concluye el profesor De Paz-, se trataba de un negocio infame pero económicamente redondo, especialmente durante estos años, en los que la persecución de la trata por parte de Inglaterra hacía que las piezas de ébano alcanzasen muy elevados precios".