domingo, 25 de julio de 2004

Blas Santos, el párroco del volcán

Juan Carlos Díaz Lorenzo
El Paso

Durante la erupción de 1949, este sacerdote se volcó en ayudar a los sufridos habitantes de Las Manchas.

Desde el comienzo de la erupción del volcán de San Juan, los vecinos de Las Manchas, y en especial los que vivían cerca del barranco de Los Hombres, Jedey y Charco de las Palmeras, encontraron un apoyo constante en el sacerdote Blas Santos Pérez (Villa de Mazo, 1921), párroco de Fuencaliente y de San Nicolás de Bari entre 1948 y 1950.

La gente que vivía en aquellos parajes, ante el peligro que entrañaba vivir en sus casas, varias de las cuales se habían agrietado o desplomado como consecuencia de los fuertes movimientos sísmicos, decidió pernoctar al aire libre y después en unas tiendas de campaña instaladas en las proximidades.

El sacerdote palmero, conocido más tarde como "el párroco del volcán", iba de casa en casa levantando el ánimo a sus moradores, ayudándoles en lo que necesitaban y haciéndoles tener fe en Dios. Retirado de su intensa actividad castrense en otro tiempo, y residente desde hace años en La Laguna, en enero de 2000 hizo unas declaraciones a este autor que están recogidas en el libro El volcán de San Juan. Crónica de una erupción del siglo XX.

"El día del comienzo del volcán -recuerda Blas Santos- yo estaba bautizando en Fuencaliente a un niño llamado Juan López, que es el actual párroco de San Francisco, en Santa Cruz de La Palma. Y así lo anoté en el libro, lo mismo que una boda celebrada aquel día y creo recordar que también un entierro.

El penacho de humo que subía por la cumbre era tremendo, de tal manera que llegó un momento en Fuencaliente en que el sol se eclipsó, no se veía nada. Los movimientos sísmicos fueron aminorando, pero volvían y poco a poco toda aquella actividad fue creciendo".

En Fuencaliente había entonces un solo taxi, que lo tenía Gabriel Hernández, vecino de La Fajana y con él iba y venía a Las Manchas. "Pero hubo un momento en que no podía ser, no podíamos pasar, porque a medida que fueron aumentando los movimientos sísmicos, las piedras caían a la carretera y la Guardia Civil tuvo que intervenir y estableció su cuartel en la casa parroquial. Había un capitán, se llamaba Alfredo, que tenía una moto con sidecar y con él fui bastantes veces de un lado para otro. Aquello se iba poniendo cada vez más feo".

Las preocupaciones de este sacerdote fueron compartidas por el obispo de la diócesis nivariense, monseñor Domingo Pérez Cáceres, que entonces se encontraba postrado en cama aquejado de una enfermedad hepática. Pese a esta circunstancia, el recordado obispo tinerfeño no desaprovechó momento alguno cada día para interesarse por teléfono, a través del sacerdote Blas Santos Pérez, de la evolución de los acontecimientos y de las instrucciones que debía seguir como representante de la Iglesia.

Junto a Blas Santos también colaboró con gran empeño Martín León, que era el concejal de Las Manchas. "El y yo estuvimos continuamente con esta gente donde más falta hacía. Los pajeros se caían, las casas se agrietaban y le dije: ¡Martín, ni una sola persona más dentro de las casas! ¡Salgan todos a las huertas y lo más separados de las paredes! Así lo hicieron y no hubo que lamentar ni un solo herido. Aquello no era suficiente. El sufrimiento era terrible porque las circunstancias lo favorecían, por la inclinación del terreno, la caída de las piedras y el volcán con un ruido infernal, lanzando piedras, cenizas, ruidos profundos, muy profundos, explosiones subterráneas, como si fuera una caldera hirviendo por el barranco de Los Hombres".

"Pasar por la carretera era jugarse la vida. Una cuadrilla de camineros la limpiaba cada vez que podía y hasta tuvieron que dar barrenos para destruir algunas piedras, que eran de gran tamaño. Un día estábamos descansando en la ermita de Santa Cecilia y nos asustamos por la caída de grandes piedras, seguido de un vaho irrespirable a huevos podridos. Conmigo estaba José Francisco Carrillo, que era el delegado del Gobierno en funciones. Él venía todos los días, a ver qué pasaba y cómo estaban las cosas. Al llegar a Jedey, donde vivía Evangelina, le dije que me dejara allí, que yo bajaba caminando por el barranco de Los Hombres. Entonces tenía yo 28 años y saltaba por encima de las piedras".

Pese a las adversidades de la erupción, que estaba causando estragos importantes, Blas Santos y su incondicional amigo y compañero Martín León animaban a las gentes de la zona como mejor podían. El derrumbe del Risco de los Campanarios, en lo alto de Jedey, fue otro de los motivos de especial preocupación.

"Hubo movimientos sísmicos de tal intensidad que provocaron que Los Campanarios se resquebrajaran. Aquello fue imponente y yo pensé que había salido la lava. Debajo hay una ladera y las piedras que bajaron levantaron tal polvareda que hubo momentos en los que no se veía nada y siempre acompañado de fuertes ruidos. Entonces pensé que había que estar preparados para salir de allí lo antes posible.

La gente estaba a la intemperie. Martín y yo –prosigue- recorrimos ese día toda la zona. Los de Falange y otros más habían repartido unas tiendas de campaña, con lo que el problema se solucionó en parte, aunque no podía ser definitivo. ¡Hay que evacuar a la gente! ¡Vamos a salir todos a la carretera, no miren atrás siquiera! Y todo el mundo en silencio, ni un grito, en orden. Los hombres dijeron que se llevaran a las mujeres y a los niños, que ellos se quedaban. Luego volví a Fuencaliente con el capitán de la Guardia Civil. Yo no sé las veces que paramos para apartar las piedras que habían caído a la carretera. Di la misa y volví a Las Manchas.

Yo no había visto la iglesia después del tremendo movimiento sísmico del 2 de julio. Las paredes se habían agrietado. Les dije que iba a celebrar misa y la gente se me quedó mirando: ¿Pero usted va a entrar? Yo, sí. Pues nosotros, también. Diciendo la misa vino otro movimiento fuerte y les dije que no se preocuparan, que la iglesia no se iba a caer. Yo pensé: ¿Y si la iglesia se cae, con el Santísimo y todos nosotros dentro?

En el momento de la consagración, y con la osadía de un joven de 28 años, lanzado a lo que fuera, con una fe inquebrantable, dije: "Señor, si Tú quieres, la iglesia no se cae, y si cae, caerá sobre Ti y todos nosotros. Seguí consagrando. Tranquilo, que no va a pasar nada. Cuando acabó la misa les dije de mi decisión de dejar el Santísimo en su sitio. Yo les dije: ¿Cómo lo vamos a quitar? ¿Adónde acuden ustedes, quién los va ayudar, quién los va a auxiliar, quién? Aquí se queda y voy a organizar un rosario y una adoración perpetua con guardias voluntarias, para que no haya ni un solo momento, en que no haya ni uno de vosotros al lado del Santísimo, donde no se esté rezando el rosario. Y así fue y pasaron los días".

Salida de la lava
"Ya no eran los movimientos sísmicos lo que me preocupaba. Entonces estaba pendiente de la salida de la lava. Los técnicos decían que saldría de un momento a otro. Pensábamos más bien que sería entre Jedey y El Charco, o entre la iglesia y El Charco. Bonelli dijo que creía que fuera muy cerca del Llano del Banco. Se organizaron cuadrillas de vigilancia. Allí estábamos todos y no dormía nadie. Y en la madrugada del 8 de julio, que fue un viernes, aparecieron unos chicos diciendo que arriba había salido fuego. En ese momento me llaman de Fuencaliente para que fuera a administrar el sacramento de la extremaunción a una vecina de Las Caletas. Tardé dos horas en ir allá y otras dos en volver a Las Manchas. A las nueve de la mañana estaba de regreso y todo el mundo estaba alterado.

Cuando vi la lava estaba a algo más de doscientos metros de la ermita. Yo había dicho al señor obispo que no pensaba sacar nada de la iglesia si la lava salía por allí. Yo tenía y tengo mucha confianza y mucha ilusión en Nuestra Señora de Fátima. A Fuencaliente llevé la primera imagen que llegó a La Palma y había organizado entonces muchas procesiones y rogativas.

Cuando llegué estaban allí todas las autoridades. Un chico estaba subido en la espadaña sacando la campana y otro rompiendo el balconcito. ¿Qué están haciendo?, les pregunté. Y me dice el arcipreste, Juan Reyes y otros curas que estaban allí: ¿Pero tú no ves, no comprendes que dentro de un momento la lava va a llegar y se va a llevar todo? Ya hemos evacuado todo. No falta más que el Santísimo. Vamos a ver si podemos salvar el retablo y ya no queda nada más.

Yo estaba subido en un montón de tablas que ponían en la plaza para hacer las verbenas y miré para la lava y vi como un pino se convertía en una antorcha de fuego cuando llegó aquella masa negra. Además de la iglesia, estaba claro que si la lava continuaba por donde venía, Las Manchas iba a desparecer.

Los que estaban al lado mío me decían. ¿Pero a qué esperas? ¿no ves que la lava está ahí mismo? Yo volví mis ojos al Señor, le hablé y le pedí que la salvara. Yo le dije, ahí, donde se detuviera la lava, donde Tú la detengas, yo te prometo que haré un sencillo monumento a la perpetua memoria de Nuestra Señora de Fátima, porque los hombres están convencidos de que esto ya es imposible. Yo me comprometo a ser el adalid tuyo en todas las cosas. Y mientras tanto la gente a mi lado desesperada.

Cuando iba llegando a la puerta de la ermita, en medio de un molote de vecinos, se me acercan unos chicos y me dicen: ¡Señor cura, que el humito se está apagando! Subí rápidamente por el camino y encontré la lava detenida en plena pendiente y aquel día y al día siguiente pasó a más de cien metros de donde está la iglesia. Eran masas enormes convertidas en piedras incandescentes. Y desde esa línea, donde hoy está el monumento de Fátima, no bajó ni una sola piedra".

La lava del volcán desvió su curso arrollador en dirección al Sur y el hecho causó un gran revuelo y júbilo entre todos los presentes, pese al recorrido amenazador de la corriente desde las primeras horas de recorrido cuando comenzó a brotar por la fisura de Llano del Banco.

Conmoción del obispo
En la ciudad de La Laguna, el prelado nivariense, Domingo Pérez Cáceres, se sentía profundamente conmovido por aquellos que vivían entre la intranquilidad de las fuertes sacudidas sísmicas y las explosiones de los cráteres del volcán de San Juan.

"Sus alentadoras palabras de consuelo -escribe Manuel Martel Sangil-, sus plegarias y la bendición apostólica que con su santidad cada día compartía a los fieles, era el sustento espiritual de los hijos de La Palma y de manera especial de aquellos que en todos los momentos del día venían soportando la dura manifestación de tales acontecimientos".

El interés y la especial intervención del obispo Pérez Cáceres con motivo del volcán de San Juan se comparó entonces con la actuación del obispo Bartolomé García Ximénez, en 1677, cuando se produjo la erupción del volcán de San Antonio, en Fuencaliente.

El 10 de julio de 1949, el obispo tinerfeño dispuso que todas las iglesias de la diócesis celebrasen rogativas para invocar el cese del volcán y el alivio de los habitantes de la comarca afectada. Al mismo tiempo, recomendó a todos los párrocos que, a través de las respectivas Juntas de Acción Católica, organizaran colectas para recaudar fondos que permitieran contribuir a remediar, en lo posible, las necesidades de las personas afectadas por la actividad volcánica.

El obispo ratificó entonces el interés que tenía de viajar a La Palma tan pronto como se repusiera de la enfermedad que le aquejaba desde hacía tiempo, para entrar en contacto directo con los fieles de la Isla que veían sufriendo los efectos del volcán con singular resignación.

El 18 de julio se celebró en la ciudad de Los Llanos de Aridane una procesión con las imágenes que se trasladaron desde la ermita de San Nicolás, diez días después de que se viera amenazada por la salida de la lava. En la comitiva figuraban las autoridades locales, la hermandad de la Virgen del Carmen, a la que pertenecían muchas de las personas evacuadas de Las Manchas y la inmensa mayoría de los vecinos del municipio, así como de los otros pueblos del valle de Aridane.

Un mensaje emotivo
"Después de relatar todas estas cosas -concluye Blas Santos-, no puedo menos que dar un testimonio espiritual, claro, terminante y evidente, de lo que realmente sucedió en todo lo relativo al volcán de San Juan. Ese monumento que se levanta ante la masa negra arrolladora y terrible que cambió de dirección, es testimonio viviente de la protección que Ella nos hizo para memoria de generaciones y que La Palma resurgiese al conjuro de su presencia, y que la Iglesia pudiera encontrar el terreno abonado por Ella para llevar a sus hijos y fieles el mensaje verdadero del Evangelio como una auténtica conversión. Ese monumento que está ahí es el testimonio de una gran verdad. Mayores argumentos para llegar a la conclusión clara y exacta de que esto fue una intercesión especial de la Santísima Virgen, no son posibles. Todos cuantos estaban allí son fieles testigos de lo que digo".

"Mis deseos, y quizás mis últimas palabras antes de partir hacia la Casa del Padre, son de exhortación hacia la Santísima Virgen. Llevad en vuestros corazones el mensaje de Cristo Jesús. Quiero mucho a mis feligreses de Las Manchas"

"El 8 de julio de 1949, la Virgen María bajó a este pueblo y ya no quiso marcharse. No la dejéis sola. Acudid siempre a Ella. Jamás se oirá decir que quien haya acudido a Ella ha quedado desamparado. De la súplica de un sacerdote joven, lleno de amor a la Virgen, la invoco de nuevo y ahí tenéis el testimonio, que hoy corona la hermosura de Las Manchas, llamado a permanecer siempre en vuestras vidas y en la historia legítima del pueblo de La Palma".

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