domingo, 15 de octubre de 2006

Al suroeste, la libertad

JUAN CARLOS DíAZ LORENZO (*)
FUENCALIENTE



A Javier Díaz Sicilia,

in memoriam



En los últimos años, diversos trabajos de especialistas en la materia nos han acercado al conocimiento de los viajes de la emigración clandestina de los canarios a Venezuela. Entre ellos destaca el libro titulado "Al suroeste, la libertad", de Javier Díaz Sicilia, recientemente fallecido, que tiene la cualidad de ofrecernos una visión muy amplia de cómo fueron recibidos nuestros emigrantes en el país hermano.

De este modo rendimos homenaje de gratitud a Javier Díaz Sicilia, nacido en Fuencaliente de La Palma, destacado personaje del mundo de la comunicación en Venezuela. En sus últimos años, cuando regresó de nuevo a Tenerife, participó activamente en DIARIO DE AVISOS y en las ondas de Teide Radio. Le reconocemos y agradecemos, además, sus esfuerzos y sus desvelos y el extraordinario legado de su obra singular, cuyo expresivo título, por la misma razón, hemos elegido para la crónica dominical.

En el prólogo de la primera edición, Manuel Rodríguez Campos, pluma autorizada y miembro de la Academia Nacional de la Historia, formula una serie de interesantes consideraciones y afirma que "quienes nos interesamos por el tema teníamos conocimiento fraccionario del vía crucis atravesado por los canarios que emigraron de esa manera por los años de 1948 a 1951".

"Cuando se creían superadas las condiciones del siglo XIX para viajar de emigrado -prosigue-, aunque no eliminada la miseria del pueblo canario, ésta se agudizó con motivo de la guerra civil española y empeoró por las consecuencias indirectas de la segunda conflagración mundial, todo bajo los efectos de las persecuciones franquistas que abatieron a media España, víctima de su otra mitad. La urgencia por evadir los riesgos de ser calificado de rojo, ateo, enemigo del gobierno, que significaba largos años de presidio y hasta la pena capital, reactivó la práctica de abandonar el país subrepticiamente; y aprovechando la miseria y la ansiedad de quienes optaban por esta vía irregular, se alojó campante la especulación con la que algunos comerciantes de las desgracias humanas aprovechan a los necesitados".

"Los emigrantes -prosigue- no sólo se fugaban de un lugar donde, para muchos, los peligros eran algo más que una suposición; desde luego, las condiciones de la vida material también los impelían a buscar horizontes más benignos. De momento, la tierra de promisión era Venezuela; hacia este rumbo orientaban sus pasos y aquí llegaban, en solicitud de una oportunidad para abrirse camino en ésta que también ha sido su patria. Eran hombres de distintas ocupaciones, incluidos profesionales y estudiantes (en uno que otro barco alguna mujer, un niño), "enganchados" por organizadores furtivos. Estos, en los primeros viajes, eran gestores de buena fe, que les proponían asociarse para comprar una pequeña embarcación en la cual pudieran llegar a las costas venezolanas. Recurrían, quienes los tuvieran, a liquidar sus pequeños haberes; otros recibían ayudas familiares; los más, obtenían préstamos de usureros que luego cancelarían desde sus nuevos domicilios. Preparaban sigilosamente el barquichuelo y de igual manera, cuando estaba dotado para partir -combustible, agua y alimentos en magra provisión que nunca alcanzó hasta llegar a destino- tomaban sus escasos bártulos y ¡al suroeste! en busca de la libertad y de una vida más próspera".

Los primeros grupos de emigrantes canarios fueron bien recibidos en Venezuela, donde encontraron trabajo de inmediato. Progresivamente la recepción perdió entusiasmo hasta que a partir de 1949, entronizada en el poder una dictadura militar de afinidades con el franquismo, los emigrantes comenzaron a ser calificados de comunistas, anarquistas, indocumentados peligrosos y se les confinó en campos de concentración bajo régimen de trabajos forzados. También aquí la especulación floreció a sus expensas, por la aparición de paisanos que rescataban a algunos y los ponían a trabajar para ellos con salarios cortos y jornadas largas, con el pretexto de protegerlos en sus condiciones de indocumentados indeseables, pero mano de obra barata y buena, en definitiva.

Los veleros clandestinos, llamados también barcos fantasmas, eran en realidad pequeños pesqueros habilitados para el viaje trasatlántico, en los que se calcula que viajaron unas siete mil personas.

En este proceso es preciso distinguir dos etapas. La primera, hasta 1949, en que la emigración estaba dificultada por el no reconocimiento del régimen franquista por el gobierno legalmente constituido en Venezuela y la segunda, entre 1949 y 1951, en que a pesar de la normalización de la emigración, se produjo un incremento notable de los viajes clandestinos.

Habría que considerar aspectos tales como la crisis económica, agravada por la situación de miseria y penuria, las dificultades en conseguir un pasaje legal, a pesar de la declaración oficial sobre la libertad de emigrar; la propaganda que desde un principio circuló en torno a este sistema, como medio seguro y barato, avalado por los recuerdos históricos de las últimas décadas del siglo XIX; el temor a solicitar el certificado de carecer de antecedentes penales y el deseo de librarse del servicio militar.

Los procedimientos utilizados para la organización de los viajes en la primera etapa, en la que la mayoría emigraba por motivos políticos, se desarrollaba mediante el acuerdo de un grupo de perseguidos que estipulaban un precio con el dueño de un barco, siempre más elevado que su valor real. El trato era verbal y los promotores se comprometían a abonar, en un plazo determinado, el importe convenido.

El dinero se obtenía mediante acuerdo con otros emigrantes de su misma condición, gentes sin significación política y deseosos de emigrar. Cuando se reunía el número suficiente de personas que pudieran pagar el barco y avituallarlo, comenzaban los preparativos del viaje, en el que algunos pasajeros entregaban lo que podían en el momento de la partida, unos sacos de papas, un cerdo, una cabra...

Cuando todo estaba dispuesto, el teórico dueño del barco lo despachaba a un cometido habitual -la pesca frente a las costas de África, por lo general-, pero en alta mar cambiaba de rumbo y se acercaba de noche a un lugar de la costa ya fijado de antemano, en el que lo esperaban pasajeros y avituallamiento, partiendo, a continuación, hacia Venezuela. Pasados diez o doce días, tiempo que solía tardar un barco en sus faenas de pesca, el dueño notificaba a las autoridades el "robo" de su barco, eludiendo así cualquier responsabilidad.

La organización de estos viajes fue más racional, con una cooperación a bordo casi total, ya que los organizadores, por lo general políticos de izquierdas, racionalizaron de modo colectivo riesgos, trabajos y descanso y en la preparación del viaje se tuvo como objetivo simple el propio viaje y no la obtención de lucro.

Sin embargo, en la segunda etapa, además de los aspectos ya señalados, habría que referir también el elevado coste del pasaje, pues aunque el precio del billete estaba fijado en 6.000 pesetas, sin embargo, con la tramitación de la documentación se incrementaba considerablemente; los retrasos y la complejidad de la tramitación burocrática, el temor a los resultados del examen médico, el convencimiento de la viabilidad del viaje clandestino y la rápida legalización de la residencia en Venezuela, y el impacto de la llegada de los veleros ilegales a Venezuela en la opinión pública.

En esta etapa fue común el amontonamiento a bordo, con lo cual el beneficio era muy superior, quedando relegado a un término secundario la comodidad y salubridad de los viajeros. La bodega se dividió mediante tabiques horizontales con los que la cabida se duplicaba, aunque los pasajeros no pudieran ponerse en pie, emulando así métodos similares a los utilizados en los cargamentos de esclavos. Uno de los casos más relevantes fue el del velero Nuevo Teide, que salió de las costas de Fuencaliente hacia Venezuela con 285 pasajeros, cuando sólo tenía capacidad para cincuenta.

Los viajeros llevaron, por lo general, su propia comida, además de los embarcados por los organizadores del viaje: gofio, papas, fideos, judías, aceite, manteca de cerdo, garbanzos, higos pasados, jareas, etcétera. Uno de los problemas constantes fue el agua, ya que la embarcada en las islas no fue suficiente en ningún viaje, dándose el caso de reabastecerse a través de la recogida de lluvia o la suministrada por otros buques encontrados en la ruta. Los conflictos a bordo fueron escasos, menos aún los motines, causados algunos de ellos por la incompetencia del patrón y de la tripulación. Existía un código de conducta que todos aceptaban y uno de los castigos a una posible infracción, como era robar agua para beber, consistía en negarle el suministro correspondiente al día siguiente.

De forma resumida exponemos a continuación una relación de los viajes clandestinos que salieron de La Palma.

El pionero fue un barco llamado Paulino, que no llegó a finalizar su aventura. Sustraído en Santa Cruz de La Palma el 6 de diciembre de 1937 por dos descontentos políticos, las dificultades para aprovisionarlo adecuadamente antes de iniciar el viaje a Venezuela, hizo que decidieran viajar primero al Senegal, pero fueron detenidos en alta mar por un buque de la Armada Española, siendo puestos en libertad después de una temporada en prisión.

A éste siguió el velero Emilio. Comprado en la capital palmera por un grupo de perseguidos políticos, salió de Puntallana el 8 de agosto de 1946, con 14 personas a bordo. Después de 49 días de viaje y diversas penurias, recalaron en el puerto de Güiria, siendo trasladados a Caracas y dotados con pasaporte por la embajada de la República Española.

Aunque su nombre oficial era San Miguel, en los puertos insulares se le llamaba San Miguel Chico o San Miguelillo para diferenciarlo del primer San Miguel. El 1 de septiembre de 1948 zarpó del Norte de La Palma con 51 personas a bordo y una organización de tipo político-económica. Hasta su llegada a Venezuela transcurrieron 41 días, previas escalas en Dominica, Blanquilla y Margarita, donde fueron detenidos y remolcados a La Guaira, legalizando su situación. Durante el viaje, un duro temporal azotó al motovelero y amenazó con hundirlo.

El viaje del San José se organizó en Santa Cruz de La Palma, de donde salió, con 27 personas a bordo, hacia San Sebastián de La Gomera con la intención de avituallarse. Cuando llegó a la playa de Ávalos, se encontraba en un estado tan deplorable, que tres hombres se ocupaban permanentemente de achicarlo. Todos coincidieron en la imposibilidad de continuar el viaje, acabando así la aventura. El viejo velero quedó varado en la playa y sus protagonistas regresaron a La Palma.

El viaje del velero San Jorge se organizó por motivos lucrativos y, de hecho, la bodega se dividió con un tabique para aumentar su cabida. Desde las costas de Fuencaliente zarpó el 26 de diciembre de 1949 con 151 personas a bordo, incluidos cuatro tripulantes. En la travesía invirtieron 46 días, con escalas en Trinidad y Carenero. Fueron detenidos, documentados y puestos en libertad.

De todos los barcos de la emigración clandestina, el que mayor número de personas trasladó a Venezuela fue el motovelero Nuevo Teide, con 286 pasajeros. La organización estuvo a cargo de disidentes políticos y el 7 de abril de 1950 salió de Fuencaliente arribando a La Guaira el 6 de mayo, después de 29 días de viaje. La mano de un experto -el patrón era capitán de la Marina Mercante- tuvo su reflejo en la rápida arribada de este barco. Las autoridades venezolanas procedieron a su intervención, permaneciendo los pasajeros a bordo durante 12 días y luego puestos en libertad, aunque el patrón y la tripulación fueron repatriados.

El viaje más corto de todo el proceso lo realizó la goleta Benahoare. Este barco, que había sido construido por Armando Yanes Carrillo, cruzó el Atlántico al mando del patrón Esteban Medina Jiménez y tardó tan sólo 21 días. El 21 de abril de 1950 zarpó de las costas de Fuencaliente. Las autoridades venezolanas prohibieron su entrada y fue remolcada varias millas afuera. A la mañana siguiente, la Benahoare se presentó de nuevo ante La Guaira. Los 151 pasajeros fueron enviados a La Orchila durante 50 días y la tripulación devuelta a España e ingresada en prisión. Esta elegante goleta quedó en Venezuela, como el resto de los barcos de la emigración.

Conocido también como "el barco de Serrano", el velero Delfina Noya zarpó de La Galga (Puntallana) el 20 de mayo de 1950 rumbo a Venezuela con 228 hombres a bordo, incluyendo seis tripulantes. Al mes de viaje, cuando escaseaban los alimentos, tuvieron la suerte de encontrarse con el petrolero español Campoamor, que les suministró víveres. La duración del viaje fue de 35 días, navegando al Sur de Margarita y fondeando en Chirimena. Desembarcaron en La Guaira, donde el barco quedó intervenido por las autoridades venezolanas. La tripulación fue internada en El Dorado y los pasajeros quedaron a bordo con la prohibición de desembarcar, aunque poco a poco fueron abandonando el barco con la anuencia de la policía y legalizaron su situación de modo individual.

Un grupo de palmeros compró en Las Palmas el pesquero Doramas y contrató a la tripulación, compuesta por un padre y dos hijos, pescadores los tres. El 28 de julio de 1950 zarpó de las costas de Puntagorda con 130 pasajeros a bordo. La travesía duró 45 días y antes de alcanzar las costas de Barbados se encontraron con un mercante británico que les suministró agua y plátanos. El 11 de septiembre entraron en La Guaira. Los tripulantes fueron enviados a El Dorado y los 127 pasajeros, todos agricultores, quedaron recluidos en La Orchila hasta que se legalizó su situación.

El pesquero Rápido fue comprado por un grupo de amigos en Santa Cruz de La Palma y desde Puntallana se hizo a la mar el 17 de agosto de 1950 con 36 personas a bordo, incluyendo cuatro tripulantes. Después de un viaje de 38 días, al llegar a La Guaira, sus integrantes fueron recluidos en La Orchila durante 40 días y después quedaron en libertad.

Desde la Punta del Banco, en Fuencaliente, el 19 de agosto de 1950 zarpó el velero de dos palos Anita, en un viaje organizado por sus propietarios. A bordo embarcaron 119 personas, incluidos cuatro tripulantes. La duración del viaje fue de 46 días y el 4 de septiembre arribó a La Guaira, previa escala en Georgetown, donde se aprovisionaron de agua y víveres. Fondearon cerca de La Guaira, siendo remolcados mar afuera. Después de varios días en esta situación, un remolcador lo llevó a La Orchila, donde coincidió con las expediciones del Telémaco y Doramas. El patrón fue repatriado a España y los pasajeros puestos en libertad después de 48 días de internamiento.

Por último, un grupo de disidentes políticos organizó en Tazacorte, en 1950, un viaje clandestino a bordo del Paco Bonmaty. Pero el viaje fracasó debido a una denuncia contra uno de los organizadores, varios de los cuales pasaron dos meses de cárcel.



Juan Carlos Díaz Lorenzo es Cronista Oficial de Fuencaliente de La Palma.

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