Los viajeros que llegaron a La Palma en el siglo XIX relatan las dificultades del incipiente tráfico marítimo
Juan Carlos Díaz Lorenzo
Santa Cruz de La Palma
Hasta la aparición del vapor en la mar isleña, poco después de mediados del siglo XIX y aún durante unas cuantas décadas más, los veleros mantuvieron un importante protagonismo en el tejido de las comunicaciones marítimas en Canarias. Durante una larga porción de años -muchos, a decir verdad- habían sido, y lo continuaron siendo, los silenciosos protagonistas de un quehacer que permitió arraigar lazos comerciales entre todas las islas, así como con Cuba e incluso tierra firme.
A bordo de aquellos veleros de cascos escualos, que como cuchillos finos cortaban la mar a merced de la suave y generosa limosna de la brisa, llegaron a La Palma los científicos y los viajeros del siglo XIX, ingleses y franceses por lo común, atraídos unos por las noticias del gigantesco cráter de la Caldera de Taburiente, como el alemán Leopold von Buch y otros, la mayoría, por el conocimiento que querían tener de la Isla y que luego plasmaron sus impresiones y relatos en interesantes publicaciones en sus países de origen, caso de Adolphe Coquet, René Verneau, Charles Edwardes, Olivia Stone, John Whitford... todos los cuales -y algunos más- han sido traducidos al castellano en los últimos años, gracias al esfuerzo, entre otros, de José Luis García, José A. Delgado Luis, Pedro Arbona Ponce, Juan Amador Bedford y Jonay Sevillano Regalado.
Adolphe Coquet
De su viaje a La Palma en 1882, el arquitecto francés Adolphe Coquet, que embarcó en el puerto de La Orotava, escribió en su libro "Una excursión a las Islas Canarias", que "esta excursión no es una empresa fácil, aunque veamos la isla a 12 leguas y el mar esté en calma. Sería mejor ir de París a Moscú o de Londres a Alejandría, que franquear estos 48 kilómetros en el patache náutico que tiene que transportarnos."
Describe el barco en el que hizo el viaje a La Palma y dice que "es un velero pequeño lleno de mercancías, con un pañol abierto, único lugar donde tienen que amontonarse bultos y viajeros. Llevamos unos colchones, pues este lujo no está incluido en el precio del viaje. Sin esta precaución tendríamos que acostarnos en el suelo, pudiéndonos considerar muy contentos si nos podemos extender allí a gusto.
Ya estamos instalados. El correo -pues esto es el correo- ha completado su carga; las poleas chirrían por última vez, se leva anclas, las velas se despliegan y abandonamos el puerto, acompañados por los saludos del gentío reunido en la escollera.
Hemos esperado la puesta del sol para aprovechar que la brisa nos aleje rápidamente de la costa. La tierra no tarda en perderse en la oscuridad de la noche. Nuestro barquillo cruje en su armazón por el esfuerzo de la vela tensa. Me instalo en cubierta, arrellanado entre dos bultos y con los pies enredados en los cordajes. Siempre tendría tiempo para ir a ver a mis compañeros amontonados en desorden en el fondo del pañol y más o menos dormidos".
Al amanecer del día siguiente se encontraba a poca distancia de su punto de llegada. "De entrada, lo que me sorprende es la altura de las montañas con relación a su base, las cuales forman dos grandes masas parecidas a las gibas de un dromedario, verdes y muy arboladas, que descienden bruscamente hacia el mar. Enfrente de nosotros vemos Santa Cruz de La Palma, bonita y pequeña ciudad que se escalona sobre una corriente de lava inclinada hasta la costa. La playa es pequeña, muy estrecha, aunque es una de las mayores de esta orilla volcánica. En cada extremo de la ciudad los peñascos se escarpan rápidamente formando acantilados. Los caminos se elevan dando numerosas curvas hasta llegar a la montaña".
La descripción del punto de desembarque no deja dudas de su precariedad, cuando dice que "una pequeña escollera, adornada con dos farolas, constituye el lugar de desembarco. El puerto está delante de la ciudad. Los navíos echan el ancla en el mar confiado en la mansedumbre de las olas.
El atraque en este rudimento de puerto donde tenemos que abordar es algo primitivo, no faltando originalidad e imprevisión. La ola que acaba de romper en la escollera sacude fuertemente nuestra barca, que debe obedecer todos sus movimientos de oscilación; unas veces nos precipita al fondo del abismo, otras nos remonta casi al nivel del dique. Este es el momento propicio: Unos hombres vigorosos nos cogen y nos suben en brazos a tierra firme. Así es cómo desembarcamos en la isla de La Palma".
Después de su recorrido por La Palma, en la que incluyó una excursión a La Caldera de Taburiente "la pequeña isla me era conocida" y llegó el momento del retorno a Tenerife. El embarque lo describe en estos términos:
"El pequeño velero que nos había traído y que no podíamos reemplazar se preparaba para volver al Puerto, nos estaba esperando. La escena del embarque fue aproximadamente una reproducción de la del atraque: fuimos transportados en la espalda de un hombre desde la playa hasta la barca que debía abordar el correo. Por desgracia, el pañol estaba lleno de emigrantes: hombres, mujeres y niños de todos los sexos y edades. Además, el mar estaba malo y teníamos el viento en contra. Nuestro cuchitril se transformó muy pronto en una verdadera enfermería llena de diversos gemidos. El pequeño navío bordeaba dejando a una distancia respetable la costa de Tenerife, que se ocultaba a nuestra vista. Por encima se veía el gran pico inmóvil, que parecía provocarnos con insolencia".
La vuelta a Tenerife la hizo arrumbando hacia Punta de Teno y luego, al socaire de la costa norte, recaló en Garachico. La maniobra de aproximación y el desembarque en el puerto no estaba exento de dificultades, cuando Adolphe Coquet escribe que "allí descendemos con cierto peligro. El pequeño barco del correo se separa, salta de una manera espantosa; ahora flota sobre las grandes olas, se hunde en el fondo del abismo, reaparece. Los golpes de mar nos cubren y siento un momento de angustia, compartido por mis compañeros. Por último, doblamos felizmente el pequeño islote situado enfrente del puerto. Ya estamos a salvo; sólo nos queda desembarcar, es decir, saltar rápidamente sobre la roca cuando el mar levante nuestra barca. Es nuestra última prueba. Ahora nos encontramos aturdidos, pero tranquilos, en tierra firme".
Olivia Stone
La viajera inglesa Olivia Stone llegó a La Palma a bordo del velero Matanzas, en el que había embarcado en Puerto de la Cruz, que entonces se denominaba Puerto de la Orotava. Escribió el libro titulado "Tenerife y sus seis satélites" (1887), en el que relata su viaje a La Palma:
"Nos despertamos durante la noche -relata- con una deliciosa sensación de bullicio a bordo y por fin oímos el murmullo del agua mientras nuestro buen barco avanzaba cortando las olas. Levantándonos, subimos a cubierta antes de las seis, descubriendo que nos encontrábamos cerca de La Palma y a las 6 a.m. echaron el ancla, a una profundidad entre quince y veinte brazas, en la ensenada frente a Santa Cruz, la capital, cuatro días después de partir del Puerto de la Cruz. ¡Un buque de vapor puede hacer el viaje en unas cuatro o cinco horas, ya que la distancia entre los dos puntos más cercanos entre Tenerife y la Palma es de unas cincuenta millas!
"Intentamos obtener un par de fotografías de la ciudad desde el Matanzas, pero nos encontrábamos fondeados demasiado lejos. Varios amigos de los oficiales subieron a bordo y se asombraron al enterarse del tiempo que habíamos estado detenidos por falta de viento. Había un poco de mar de fondo así que los marinos de agua dulce no se quedaron mucho rato: lo poco que estuvieron a bordo fue suficiente para dejar a algunos hors de combat".
Este viajero, que estuvo en La Palma y escribió el libro titulado "Excursiones y estudios en las Islas Canarias" (1888), describe el momento en que pone pie en el puerto de la capital palmera y ofrece detalles del estado de construcción, en los siguientes términos:
"La ciudad está trabajando duro en el muelle, preparándolo para los visitantes que espera recibir. Docenas de hombres se dedican a la fabricación de enormes bloques de cemento, de entre treinta y treinta y cinco toneladas de peso. Uno a uno son arrastrados hasta el final del muelle y arrojados al mar, donde formarán la base, accidentada aunque sólida, del propio embarcadero. Ignoro cuantos cientos de bloques se necesitan, mas si en una semana se logra arrojar cinco, se estima entonces que se ha obtenido un buen resaltado. El director de la obra es un ingeniero cualificado, galardonado con una medalla en la Exposición de Filadelfia de 1876, quien, bajo su sombrilla verde, soporta el sol por el bien de su tierra".
"Después de tres largas semanas en La Palma, conocimos al patrón de un barco de pesca que pensaba partir rumbo a Tenerife tan pronto como acabara su desayuno. Se trataba de un barco pequeño y limpio, y fuimos bienvenidos como pasaje".
"El barco navegó agradablemente mientras duró el día. El patrón llegó incluso a prometernos desembarcar esa misma tarde. Mas el viento comenzó a calmar y unas nubes negras se congregaron delante nuestro. Al ponerse el sol, nos hallábamos tan sólo a medio camino entre las islas, y todos los presagios eran desfavorables. Entonces se levantó una tempestad, por lo que durante toda la noche no hubo nada que mitigara nuestras penas, excepto la esperanza del nuevo día. El amanecer nos mostró una tierra negra e impresionante, cubierta de nubes, salvo donde los hinchados rompientes creaban formas monstruosas, a medida que el mar invadía la costa. "Imposible!", dijo el patrón cuando le urgimos a que entrara directamente, aún a riesgo de ahogarnos, en lugar de prolongar las torpes oscilaciones a que estaba sometiendo el barco mientras tomaba una determinación.
No había nada que hacer. La tormenta nos impedía desembarcar en La Orotava, por lo que se dio la orden "Adelante hasta Santa Cruz". Por espacio de otras siete horas soportamos el zarandeo, mientras la nave lentamente se abría paso alrededor de la isla, hasta que con sumo cuidado viró para entrar en el puerto de la capital".
John Whitford
El autor del libro "Las Islas Canarias. Un destino de invierno" (1890) nos ofrece sus impresiones de la situación en que se encontraba entonces el puerto de la capital palmera: "Un muelle se adentra en la bahía permitiendo que las barcas que comercializan con las naves ancladas en las afueras atraquen en aguas tranquilas, así como que el pasaje y el aprovisionamiento puedan tomar tierra en unos excelentes embarcaderos, ajenos a cualquier peligro. Como todos los muelles de estas islas, éste comenzó a construirse tiempo atrás, pero todavía no se ha terminado (posiblemente los planos originales habrán constituido un exquisito banquete para las ratas siglos atrás). En la actualidad se han retomado las obras, y unos modernos carros que se deslizan sobre raíles consiguen llevar los bloques de hormigón hasta el extremo más alejado del muelle".
Y continúa: "Siguiendo un modelo de construcción masónico, los prismas sobrantes se arrojan a las aguas profundas, de modo que, cuando sobresalen de la superficie del mar, están resquebrajados y los intersticios repletos de agua. Así avanza el trabajo, pero muy lentamente".
René Verneau
Tampoco René Verneau tuvo mucha fortuna cuando viajó a La Palma en 1891 y así lo dejó reflejado en su libro "Cinco años de estancia en las Islas Canarias":
"Llegamos con una fuerte brisa del Sudeste. Desde el primer momento nos dimos cuenta de los encantos de la bahía. Está abierta en medio círculo y dominada por tierras altas, que la abrigan de los vientos del Norte, del Oeste y del Sur. Pero desgraciadamente, con el viento que nos había traído de la Isla de El Hierro era difícil fondear e imposible desembarcar en el malecón".
El mal tiempo reinante dificultó el desembarco y, al respecto, escribe lo siguiente: "La mar estaba tan mala que hubo que parlamentar mucho tiempo con los remeros, que nos miraban desde el extremo de la escollera, para que se decidieran a venir a recogernos a bordo. Finalmente, uno de ellos, más decidido que los otros, puso su embarcación en el agua y, con muchos esfuerzos, pudo tomarnos a nosotros y a nuestros equipajes. Las olas rompían con fuerza sobre las rocas situadas al sur de la bahía y el viento nos enviaba a cada instante una ducha de agua.
Al llegar cerca de la playa sufrimos un verdadero suplicio de Tántalo. No se podía pensar en atracar y los hombres no podían soltar los remos, pues verían inmediatamente a la lancha lanzada contra los gruesos guijarros que se extendían a unos metros delante de nosotros. Vinieron otros y se metieron en el agua para desembarcarnos en sus brazos, pero en el momento en que nos iban a coger llegaba una gran ola que nos obligaba a alejarnos precipitadamente. Fueron necesarios unos tres cuartos de hora para depositarnos en la playa".
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