domingo, 16 de octubre de 2005

Había mucho que admirar...

Juan Carlos Díaz Lorenzo
Santa Cruz de La Palma


Había mucho que admirar, antes, en las casas llenas de cajas y cofres guarnecidos de cuero, ricos escritorios y todo lleno de vestidos de seda y brocado, oro y plata, dinero y joyas, vajillas, tapicerías adornadas con historias y alacenas llenas de lanzas y alabardas, adargas y rodelas, armas y jaeces riquísimos de silla con arzones y cubiertas de brocado con mucha pedrería, sillas de brazos de mucho precio, arneses, cotas de malla con otras ricas armaduras, pues no hay en aquella isla hombre distinguido que no tenga dos o tres caballos moriscos, y muchos artesanos los tienen y sustentan y en las fiestas de cañas y escaramuzas todos salen a la plaza y son de los más nobles estimados y buscados, lejos de envidiados ni murmurados, como en otras partes hacen muchos envanecidos, que se creen ser sagrados y no toleran que les hable todo el mundo; al contrario se usa en esta isla de La Palma y demás islas Canarias, en donde visten calzón y cabalgan tan lucidamente los oficiales de oficios mecánicos como los hidalgos y regidores, conversando todos juntos y yendo a saraos disfrazados con libreas muy costosas, que sólo se usan para un día".

Así era la ciudad marinera de Santa Cruz de La Palma en la prosa del viajero portugués Gaspar Frutuoso -recogida en su libro Saudades da Terra, cuya primera traducción publicó en 1964 el Instituto de Estudios Canarios- que desde 1542 ya se titula Muy Noble y Leal Ciudad.

"Fue creciendo la tierra y con la noticia de su fertilidad -prosigue Frutuoso- acudieron flamencos y españoles, catalanes, aragoneses, levantinos, portugueses, franceses e ingleses con sus negocios, de lo que vino tanto aumento, que vino a ser la mayor escala de Indias y de todas las islas; plantaron viñas, y al ver la gran abundancia de vinos que daban, llenaron de cepas toda la tierra hasta meterse en la sierra y en las laderas altas y bajas, barrancos, espesuras y montañas, eriales, pedregales y breñas...".

La influencia heterogénea de sus pobladores, que aportaron distintas costumbres, diferentes modos de vida, lenguaje y culturas, se convirtió con el paso de los años en la impronta del peculiar carácter tolerante del palmero y el ambiente abierto y cordial de su capital y de la Isla toda.

De tal modo, pues, que la nueva sociedad palmera del siglo XVI importó sus tradiciones, hábitos y costumbres de la España y la Europa imperiales. Y también sus fiestas y saraos, como lo describe Méndez Nieto cuando llegó a la ciudad en 1561, al referirse a un baile en el que participaron las hijas del comerciante burgalés Lesmes de Miranda -destacado personaje a cuyo cargo había estado la construcción de la acequia para traer el agua de la Caldera hasta el llano de Argual, obra que costó 12.000 cruzados-, que tenía en su casa un clavicordio y un maestro para enseñar danzas.

"Comenzó el danzador -escribe Méndez Nieto-, tocando a una dellas, para demostrar sus habilidades y danzó escogidamente; y luego las fue sacando todas una a una y danzando con cada cual, una, dos y más danzas, todas ellas diferentes, con mucho primor y sin errar punto. Danzaron después todas juntas el hacha con tanta desenvoltura, que era cosa de ver; y por remate bailó la menor dellas un Canario, con tantas diferencias y armonía, que afirmaron todos aquellos señores que en la Corte de donde venían no habían visto cosa semejante".

La crónica de Frutuoso alaba también la belleza de la mujer palmera y dice al respecto que "son muy hermosas, blancas y discretas, corteses y bien educadas, algunas están casadas con portugueses, otras con castellanos, aunque los mestizos son pocos... graciosas en hablar, cantar y danzar según su costumbre".

Respecto de su forma de vestir, agrega otros detalles de interés, cuando manifiesta que "ellas son tan galantes y visten con tanto costo que parecen tener grandes rentas, y lo sostienen todo con los quesos que hacen; bordan bien, pero casi no saben hilar ni tejer, cosa que dejan para las portuguesas, sólo en hacer camisas, pespuntar jubones, bordar almohadas y hacer obras de red muy costosa ganan para todos sus gastos y así andan tan llenas de oro y seda, que cuando van por fiestas son causa que los caballeros y señores hagan muchas gentilezas y costosos bailes con libreas de seda que van arrastrando por tierra, montados en los caballos. Estas isleñas son tan hermosas, porque nunca las quema el sol, aunque la tierra es bastante caliente, y porque, aparte unos afeites que usan que llaman mudas, en el campo van embozadas con sus sombreros en la cabeza y guantes en las manos con las puntas de los dedos descubiertas con lo que guardan mucho su blancura; y así muchos hijos de regidores y de hombres principales de la ciudad y de ricos mercaderes se casan con ellas".

De Flandes llegó a La Palma el legado de inteligentes ordenaciones urbanas, orientadas hacia la protección de la brisa marina. Los flamencos introdujeron, además, la industria del bordado y las mantelerías y enriquecieron el patrimonio religioso presente en las iglesias de la isla con extraordinarios ejemplos artísticos de las escuelas entonces imperantes: Brujas, Gante y Amberes.

La condición de tercer puerto del Imperio, después de Amberes y Sevilla, con la presencia del Juzgado de Indias -privilegio que duró hasta el último tercio del siglo XVI- convirtió a la capital palmera en un centro comercial importante. Aquí descansaron las órdenes monásticas y de predicadores cuando iban en misión evangelizadora camino de Las Indias. Los frailes dominicos y franciscanos echaron raíces en esta tierra, fundando y construyendo sus propios conventos, que se convirtieron en vigorosas edificaciones que han llegado hasta nuestros días.

"Muy rica y próspera fue esta ciudad -de nuevo en la prosa de Frutuoso-, aunque descuidada y sin sospecha de ser saqueada, por lo cual no tenía fuertes ni artillería, lo que fue causa de que los franceses la entrasen, saqueasen y quemasen para vengarse de la muerte de un capitán que les mataron, o por pecados de sus moradores".

Al margen de la particular interpretación del viajero portugués, lo cierto es que el crecimiento y el esplendor de la capital palmera llegó al conocimiento del pirata francés Jacques de Sores, que desembarcó en las costas de la ciudad el 21 de julio de 1553, y durante 10 días sus hombres se entregaron al pillaje y al incendio de las casas y de cuanto encontraron a su paso. El 1 de agosto, los palmeros, acaudillados por un histórico garafiano envuelto en la leyenda, Baltasar Martín, se lanzaron con ardor al ataque y por fin la ciudad se vio libre de sus invasores que tantos y tan irreparables daños habían causado.

Sumida en las llamas, entonces desaparecieron los más importantes edificios religiosos y las principales casonas de regidores, hidalgos y mercaderes, con sus ricas pertenencias, "que toda su gloria ardió, y verla arder causaba una tristeza infinita".

En el plazo de una década, de las ruinas resurgió la nueva capital palmera, ahora reedificada con templos más ricos y suntuosos y casas más altas y hermosas y también se construyeron castillos y reductos. La recuperación fue rápida, como aparece reflejado en el plano dibujado por el ingeniero Leonardo Torriani, que llegó a La Palma en 1584 y permaneció en la isla hasta 1588.

El plano constituye un magnífico ejemplo de persistencia del trazado original del siglo XVI, que ha permanecido casi inalterado hasta nuestros tiempos. El eje de la ciudad está configurado por la calle Real, que la atraviesa de un extremo a otro y a lo largo de ella se abren los dos espacios más significativos de su trazado: la forma triangular de "la piazza della cittá" y, más adelante, la "piazza Borrero", que ha conservado dicho nombre desde entonces.

Paralela a la calle Real está la calle Trasera, que también llega a la plazoleta de Borrero, y entre estas dos calles se intercalan callejones a modo de pasillos para facilitar el tránsito de una a otra y acceder a otros lugares de la ciudad. Pero sin duda el espacio más notable e importante es la "piazza della cittá", es decir, la plaza mayor, hoy Plaza de España, que se enriquece con la iglesia de El Salvador, el edificio del Ayuntamiento y otras casonas solariegas. Este espacio, como apunta el profesor Fernando Gabriel Martín Rodríguez en su libro "Santa Cruz de La Palma. La ciudad renacentista", reúne el espacio de aquella época más importante de Canarias.


El paso de los años

En las "Constituciones Sinodales del Obispado de la Gran Canaria", publicadas en Madrid en 1634 por el obispo Cristóbal de Cámara y Murga, se dice, que el viaje de La Gomera a La Palma "ay doze leguas de embarcación, y no es muy fácil, ni aún de entrar en el puerto, que es menester esperar la cortesía del mar...

"Tiene esta ciudad como seiscientos vezinos, muy buena Iglesia, con Beneficios enteros, y medios, mucha Clerecía; es muy bien servida, por que tiene rica fábrica. El Obispo pone allí Vicario como en otras partes, para toda la Isla. En lo temporal la gobierna el Governador de Tenerife: pone allí Teniente: ay buen número de Regidores perpétuos: ay escriuanos, Letrados, y Procuradores: es lugar muy caluroso, y sin salidas, aguas no buenas, y muy calientes. El puerto de mar muchas veces está terrible y dificultoso de entrar, y embarcar: tiene buena fuersa, con sus soldados de guarda. Ay dos Conventos, de san Francisco, y Santo Domingo, y dos de Monjas de las dichas Ordenes: hospital tiene la ciudad, y bueno: tiene hazienda, y asi acuden de todas partes a curarse de todas enfermedades. En la ciudad hay gente bien nacida, tiene buenos propios y casas de Ayuntamiento frente de la Iglesia, que esta allí la plaza, y casi toda la ciudad fe resuelue en una grandísima calle. Vna ermita ay de deuoción, que se dize nuestra Señora de las Nieves: ogaño partiendo allí un madero, fe hallaron dos Cruzes en él, mandadas están guardar por el Obispo".

El período que abarca los siglos XVII y XVIII se caracterizó por una serie de numerosas y graves dificultades para el pueblo palmero: epidemias, erupciones volcánicas (1646, 1677 y 1712), plagas de langosta, pérdida de cosechas, hambre, incendios, inmovilismo social y frecuentes agresiones del exterior.

En 1737 se editaron en Madrid las "Constituciones y Nuevas Addiciones Synodales del Obispado de Las Canarias", en las que el obispo Pedro Manuel Dávila y Cárdenas, escribe:

"... resolví embarcarme para la de La Palma..., y llegué el día 21 de Junio á la Ciudad, que se llama de Santa Cruz, aunque los más la intitulan San Miguel de Las Palmas [sic]. Es muy buena y como de mil vecinos. Tiene muy buena Iglesia: tres Beneficios, provisión de fu magftad: dos Conventos, uno de Religiosos Dominicos, y otro de Francifcos, de bastante Comunidad, con sus Estudios Generales: dos de Religiosas de los mismos Ordenes, igualmente de bastante número, y de mucha observancia: un Hospital con el Título de nuestra Señora de los Dolores, y tiene Sagrario. Asimismo tiene siete Hermitas, todas muy decentes la de nuestra Señora, de San Telmo, y la de San Francisco Xavier".

En ese mismo año, Pedro Agustín del Castillo publicó su Descripción Histórica y Geográfica de las Islas de Canaria, en la que aparece la siguiente descripción sobre la capital palmera:

"La ciudad de Santa Cruz es la principal población que habrá 1000 vecinos con buena parroquia y tres beneficiados de provisión de S.M.: cuatro conventos, dos de frailes y dos de monjas, dominicos y de S. Francisco, y lo mismo los de monjas; hospital en que hay sagrario, y siete hermitas; y en los conventos de frailes estudios generales. La situación de la ciudad tiene poca altitud, y anocheciéndole muy temprano, por la sombra de un alto risco, que tiene por la espalda: se dilata la longitud a una sola calle, habitándola gente muy noble, y de escelentes ingenios. Tiene para su gobierno en lo eclesiástico vicario, y para lo político un teniente letrado que pone el corregidor de Tenerife con número de regidores y un coronel que gobierna las armas".

Un dibujo de la época, titulado "Civitas palmaria" -que se conserva en la sede de "La Cosmológica"- nos muestra una vista de la ciudad desde el mar, en el que algunas de las casas que están en la calle de La Marina tienen balcones y el resto aparecen dispuestas unas sobre otras, escalando las laderas que conforman el paisaje de la ciudad.

Viera y Clavijo -que comenzó a escribir su Historia de Canarias en 1763 y publicó el primer tomo en 1771 y el segundo un año después- dice que La Palma estaba "poblada de familias españolas nobles, heredadas y todavía activas, condecorada de una ciudad marítima que se iba hermoseando con iglesias, conventos, ermitas, hospitales, casas concejales y otros edificios públicos, defendida contra los piratas europeos, aunque entonces sólo por algunas fortificaciones muy débiles, y dada enteramente al cultivo de las cañas de azúcar, viñas y pomares, al desmonte, a la pesca y a la navegación".

"La Palma, digo, sin tener ningunos propios considerables, había empezado a conciliarse un gran nombre, no sólo entre los españoles que la conquistaron y que navegaban a las Indias, no sólo entre los portugueses, los primeros amigos del país que hicieron en él su comercio, sino también entre los flamencos, que acudieron después a ennoblecerla, atraídos de la riqueza de sus azúcares o de la excelencia de sus vinos que llamaban y creían hechos de palma".

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