domingo, 16 de diciembre de 2007

La saga de los Arocena

JUAN CARLOS DíAZ LORENZO
SANTA CRUZ DE LA PALMA


La rama palmera de la familia Arocena está íntimamente vinculada a la historia de la construcción naval en la isla, uno de los episodios más destacados del epicentro industrial de Canarias en el siglo XIX. La estirpe remonta sus orígenes a la figura de Cayetano Arocena Usabaraza, piloto de altura y constructor naval guipuzcoano, que debió llegar a La Palma a finales del siglo XVIII, dando comienzo así una nueva etapa -la más brillante, sin duda- en un proceso histórico que tanto lustre dio a la isla y cuyo apellido -escrito también con zeta- ha llegado hasta nuestros días.

Cayetano Arocena Usabaraza, hijo de José Joaquín Arocena y de Ana Patricia de Usabaraza, nació el 11 de septiembre de 1769 en Guipúzcoa, en el seno de una familia pudiente. Cuando recaló en La Palma, había sobrevivido a un naufragio y el 25 de febrero de 1805, a la edad de 36 años, contrajo matrimonio con Catalina Lemos Smalley, nacida en 1782, hija del capitán Juan José de Lemos y Mauricia Eduarda Smalley. La ceremonia fue oficiada por el venerable beneficiado Manuel Díaz Hernández, de grata memoria, cuya estatua preside -desde el 18 de abril de 1897- la plaza de España de la capital palmera.

La familia Arocena Lemos tuvo una numerosa descendencia -nada menos que doce hijos-, de los cuales José, Fernando, Vicente y Sebastián Arocena Lemos siguieron las excepcionales facultades de su padre y bajo su experta enseñanza, a partir de 1827 y hasta finales de la centuria fueron construidos en La Palma unos sesenta veleros, todos ellos de inmejorables condiciones marineras, conservándose, de la mayoría de ellos, sus planos originales y algunas maquetas. Como dato curioso, hay que decir que los doce hijos, seis fueron mujeres y ninguna contrajo matrimonio. El patriarca de los Arocena falleció el 28 de diciembre de 1846 y su esposa el 13 de enero de 1863, recibiendo ambos cristiana sepultura en el cementerio de Santa Cruz de La Palma.

José Arocena Lemos, segundo vástago de la familia Arocena, también fue piloto de altura y un destacado armador y constructor naval. Desarrolló su actividad en los astilleros de su ciudad natal en un período de tiempo que abarcó más de treinta años y, al igual que sus hermanos, gozó de merecida fama en el desarrollo de su trabajo. Con la exquisitez que le caracteriza en su trabajo documental, el cronista de la capital palmera, Jaime Pérez García, dice que contrajo matrimonio el 7 de enero de 1841 en Santa Cruz de La Palma con Jerónima Lostau de Guisla y falleció en la capital palmera el 18 de abril de 1868.

Se le atribuyen diez barcos, con un arqueo total de 864 toneladas: Nereida, pailebote de 28 toneladas, en 1827; El Argos, bergantín goleta de 163 toneladas y Africano, bergantín goleta de 60 toneladas, en 1828; Orotava, bergantín de 153 toneladas, en 1837; Gavilán, bergantín goleta de 45 toneladas y Ana Victoria, goleta de 65 toneladas, en 1838; Carmita, pailebote de 75 toneladas, en 1839; Victoria, bergantín de 200 toneladas, en 1849; Mensajera, "cutter" de 25 toneladas, en 1851; y Segundo Mensajero, "cutter" de 50 toneladas, en 1859.

Una de las construcciones más célebres de José Arocena fue el bergantín redondo Orotava. Cuando finalizó su armamento a flote, el barco fue entregado a su armador, Francisco G. Ventoso, del Puerto de La Orotava, siendo destinado a la línea de América. Más tarde, la misma empresa Ventoso le encargó la construcción de la goleta Ana Victoria, destinada a la línea de Londres. También para la familia Ventoso fueron construidos en La Palma el bergantín goleta Victoria y la balandra Mensajera, destinada al cabotaje, obras ambas de José Arocena.

Fernando Arocena Lemos nació en Santa Cruz de La Palma el 6 de agosto de 1808. Fue oficial del Ayuntamiento de la capital insular y de la Administración de Rentas e Interventor de Registros. Persona de ideas políticas liberales y exaltado constitucional en su juventud, también gozó de merecida fama por sus conocimientos de Náutica y de construcción naval. El 10 de diciembre de 1841 contrajo matrimonio en Santa Cruz de La Palma con Feliciana Henríquez Rodríguez y el 1 de octubre de 1865 falleció en su ciudad natal.

Al quinto de los hijos de la familia Arocena Lemos corresponde la construcción de 18 buques botados entre 1841 y 1861, que suman 2.716 toneladas de arqueo, cifra bastante considerable para la industria naval de la época en Canarias.

La relación es la siguiente: Segundo Benedicto, bergantín goleta de 110 toneladas y Pepita, goleta de 110 toneladas, en 1841; Negrita, pailebote de 80 toneladas y Camila, goleta de 110 toneladas, en 1842; Joven Temerario, bergantín goleta de 146 toneladas; Antonita, goleta de 70 toneladas y Magdalena, bergantín goleta de 50 toneladas, en 1843; Palmerita, pailebote de 60 toneladas, en 1844; Vengativa, goleta de 101 toneladas y Africano, bergantín goleta de 70 toneladas, en 1845; Nivaria, brickbarca de 420 toneladas y Cuatro hijos, goleta de 120 toneladas, en 1849; Dos Hermanas, brickbarca de 180 toneladas, en 1850; Guanche, bergantín de 230 toneladas, en 1851; Correo de La Palma, pailebote de 73 toneladas y Andoriña, pailebote de 51 toneladas; Pensativo, bergantín de 299 toneladas, en 1857; Audaz, bergantín de 177 toneladas, en 1859; y Rosa Palmera, brickbarca de 259 toneladas, en 1861.

El bergantín redondo Joven Temerario lleva su historia plasmada en bella caligrafía que dice textualmente: "Buque construido en La Palma para don Agustín Guimerá, don Francisco García, de Tenerife el año de 1843. Mide 146 toneladas de desplazamiento; el centro de volumen está colocado 0,36 a proa de la mitad de la línea de flotación: se eleva el mismo centro sobre la proyección de la quilla 5,92; y el metacentro sobre este centro 6,07, el centro vélico con todo su velamen orientado está 4,75 a proa del de volumen y se eleva sobre él mismo 41,67. Es buque de muy recomendables circunstancias, particularmente de andar y gobierno. Actualmente pertenece a la matrícula de Cádiz de donde hace con Tenerife la carrera de Correos. Copiado por F. Arozena, 28 de diciembre de 1858".

Sin embargo, el más destacado de todos los hermanos fue Sebastián, nacido en Santa Cruz de La Palma el 22 de enero de 1823. Armando Yanes, en Cosas viejas de la mar [edición del autor, 1953] decía que era persona de carácter seco y reservado, tuvo fama de buen marino y nunca consultó el parecer de nadie para el diseño y construcción de sus barcos, excepción hecha con el capitán Eduardo Morales Camacho, uno de los personajes más notables de la Marina Mercante ochocentista en La Palma.

Los méritos de Sebastián Arocena Lemos, así como los de sus hermanos fueron reconocidos en la Exposición Universal de Filadelfia, celebrada en 1876. Los trabajos de arquitectura naval premiados fueron planos y modelos de barcos de vela en madera y un álbum de arquitectura naval que representa planos y detalles de 26 buques, todo ello acompañado de una memoria que contenía, asimismo, una reseña y una explicación de la serie de cálculos a que habían sido sometidos los planos presentados, así como referencias a las maderas del país utilizadas en este tipo de construcciones. Los trabajos premiados se referían a la barca La Verdad y algunos otros buques delineados y construidos en los astilleros de Santa Cruz de La Palma.

A Sebastián Arocena se le atribuye nada menos que 28 barcos construidos entre el plazo de 55 años, entre 1842 y 1897, con un arqueo de 4.436 toneladas. El listado está compuesto por los siguientes barcos: Correo de Tenerife, bergantín de 142 toneladas, en 1842; Justa, pailebote de 80 toneladas, en 1844; Las Palmas, bergantín de 200 toneladas, en 1851; Franco, bergantín-goleta de 142 toneladas y Dorado, bergantín-goleta de 82 toneladas, en 1855; Estrella, pailebote de 86 toneladas; Gran Canaria, fragata de 568 toneladas, General Prim, pailebote de 70 toneladas y Mi querido, pailebote de 65 toneladas, en 1859; Pescador, pailebote de 50 toneladas e Isabel, goleta de 97 toneladas, en 1860; Rosa del Turia, brickbarca de 911 toneladas, en 1861; Silvador, pailebote de 45 toneladas, en 1866; San José, pailebote de 89 toneladas y Juanito, pailebote de 75 toneladas, en 1867; Cometa, pailebote de 87 toneladas y Mosquito, pailebote de 74 toneladas, en 1869; Pensamiento, pailebote de 80 toneladas, en 1870; La Verdad, brickbarca de 500 toneladas; Santa Cruz, pailebote de 200 toneladas y Pájaro, pailebote de 60 toneladas, en 1873; María Luisa, barca de 440 toneladas, en 1875; Dardo, balandra de 15 toneladas, en 1879; Palmito, pailebote de 52 toneladas y Estrella de Venus, pailebote de 24 toneladas, en 1881; Santa Cruz, gabarra de 52 toneladas, en 1883; y La Palma Nº 4, gabarra de 150 toneladas, en 1897.

En colaboración con su hermano Fernando fueron construidos otros cinco barcos, que suman 782 toneladas de arqueo: Segunda Manuela, goleta de 105 toneladas; Primera Dolores, goleta de 89 toneladas y Judío Errante, fragata de 260 toneladas, en 1846; María Andrea, goleta de 142 toneladas, en 1859 y Rosario, bergantín de 186 toneladas, en 1861. Sebastián Arocena fue condecorado con la Encomienda de la Orden de Isabel La Católica y falleció en la capital palmera el 6 de enero de 1900.

En la segunda mitad del siglo XIX, La Palma dio a la mar sus mejores veleros. El período de mayor relevancia coincidió con la vuelta a su isla natal de Sebastián Arocena, después de haber trabajado en los astilleros de Baltimore en la construcción de uno de los mejores "clippers" que hasta entonces habían tomado forma. Y regresó aureolado con el justo y merecido reconocimiento alcanzado en Filadelfia. Ajustados a la tradición de unas líneas finas y marineras, los hermanos Arocena agregaron el toque ligero y arrozado con altos y esbeltos masteleros y mastelerillos de los "clippers" y "schooners" característicos de la otra orilla del Atlántico.

La tradición familiar en la construcción naval la continuó Sebastián Arocena Henríquez, nacido el 28 de abril de 1854 en Santa Cruz de La Palma, hijo de Fernando Arocena Lemos y de Feliciana Henríquez Rodríguez. Fue profesor y director del colegio fundado en la capital palmera por la Real Sociedad Económica de Amigos del País, desempeñó también una de las cátedras de la Escuela de Artes e Industrias y estuvo al frente de un colegio privado de primera enseñanza, donde se obtenía además la preparación para Bachillerato, Magisterio, Náutica y Comercio, en el que demostró su vasta cultura y excelentes dotes pedagógicas, por lo que las generaciones estudiantiles que pasaron por sus aulas le recordaban como una figura excepcional.

Sebastián Arocena Henríquez, al igual que su padre y sus tíos se distinguió como constructor naval y por su participación en veladas teatrales. Contrajo matrimonio con Efigenia Díaz Díaz y falleció en Santa Cruz de La Palma el 10 de julio de 1916, en la ciudad que ha perpetuado su nombre con una de sus calles.

A su sello corresponden los siguientes buques, que suman 171 toneladas de arqueo: Orotava, pailebote de 40 toneladas y La Unión, gabarra de 100 toneladas, en 1903; y Golondrina, balandro de 31 toneladas, en 1907.

El relevo en la saga familiar lo tomó su hijo Sebastián Arocena Díaz, que también diseñó y construyó tres barcos, todos ellos puesto a flote en 1919: Taburiente, pailebote de 29 toneladas; Tajuya y Todoque, falúas gemelas de 20 toneladas. En total, otras 49 toneladas de arqueo.

El periodista y escritor tinerfeño Juan Antonio Padrón Albornoz (1928-1992), enamorado incondicional de La Palma, dice de esta etapa de la historia palmera que "de ellos quedan los nombres que no se borrarán nunca de la historia marinera de La Palma, la Isla que sólo por tenerla durante tantos años bajo su custodia considera como suya toda una etapa en la vida de la tristemente célebre Pamir. El tiempo que roe, pule y mata no podrá nunca con tales nombres que aún se oyen con cariño en el conversar de las nuevas generaciones para las que tales veleros que no conocieron son algo consustancial con toda la Isla; son algo más que simples nombres y sabrán llegar como ellos también lo recibieron a los más jóvenes". Contribuciones al conocimiento que hoy tenemos de los orígenes de la familia Arocena y de la construcción naval en la isla proceden, por un lado, en las notas aportadas por el cronista palmero Juan B. Lorenzo y recopiladas en el primer tomo de Noticias para la Historia de La Palma y en Cosas viejas de la mar, de Armando Yanes Carrillo, así como las investigaciones del cronista oficial de la capital palmera, Jaime Pérez García [Fastos biográficos de La Palma] y del profesor universitario Manuel de Paz Sánchez [La Ciudad. Una historia ilustrada de Santa Cruz de La Palma (Canarias)]. La paciente labor de Juan Esteva Arocena, perteneciente a la rama grancanaria, logró hilvanar el árbol genealógico de la familia. Sus primos María Luisa y Octavio Roca Arocena conservan, asimismo, numerosos objetos y documentos de la figura singular del capitán Pedro Arocena Lemos, de quien nos ocuparemos en una próxima cita dominical.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Una plaza muy elegante



JUAN CARLOS DIAZ LORENZO
LOS SAUCES


a escritora británica Olivia Stone, acompañada de su marido, llegó a Canarias en septiembre de 1883 con la intención de recorrer las siete islas y contar sus experiencias y observaciones en un libro, que sería publicado en el año 1887 con el llamativo título de Tenerife y sus seis satélites. Por su amenidad narrativa, el encanto de la prosa, la incesante curiosidad de su autora y, sobre todo, la inmensa cantidad de información que acumula en sus dos volúmenes de alrededor de mil páginas, la obra de Stone ocupa un lugar privilegiado dentro de la riquísima literatura de viajes que existe sobre Canarias.

Olivia Stone preparó con todo detalle su viaje a las islas y para ello realizó detenidas consultas en la biblioteca del Museo Británico, donde manejó toda la documentación disponible sobre Canarias. Estos estudios preeliminares le permitieron incluso formarse opiniones sobre determinados aspectos antropológicos y arqueológicos de los aborígenes y contrastar distinta información.

Antes de llegar a Canarias, Stone se había procurado una serie de contactos importantes en Santa Cruz de Tenerife, La Laguna, Santa Cruz de La Palma y Las Palmas, que le valieron cartas de presentación dirigidas a diversas personalidades de las siete islas, logrando de ese modo hilvanar su viaje y plasmar posteriormente sus impresiones en un denso libro, del que el Cabildo de Gran Canaria publicó en 1995 una edición en dos volúmenes, con magnífica traducción de Juan S. Amador Bedford.

Olivia Stone y su esposo estuvieron en Los Sauces los días 14 y 15 de octubre de 1883 -el libro sería publicado en inglés en 1887- causándole una grata impresión su primera visión del pueblo:

"Subimos caminando por una colina hasta un caserío llamado Los Lomitos, donde hay un molino de agua y desde donde se tiene una vista muy bonita del pueblo, y desde allí contemplamos, abajo, la plaza de Montserrat, de la que están muy orgullosos los habitantes. Es una plaza muy elegante para un lugar tan pequeño. A un lado se encuentra la iglesia y al otro un jardín público, que está en obras pero que promete mucho y que, desde luego, es un magnífico proyecto. A la izquierda de Los Sauces se encuentra una colina con el terreno dispuesto en bancales y a la derecha un magnífico drago, cerca de una casa grande que pertenece al tío de la esposa de don Manuel. Abundan los árboles verdes que añaden belleza al pueblo, y el aspecto general queda realzado por el mar azul al fondo. Los Sauces está situado a 8.000 pies sobre el nivel del mar".

La iglesia de Nuestra Señora de Montserrat "se parece mucho a las iglesias de otras partes con su techo artesonado, aunque tiene un piso nuevo de tea. El piso del presbiterio es de losetas rojas y amarillas, y un órgano pequeño, que parece un armario, ocupa un lateral. En una capilla nos llamó mucho la atención ver colgadas, alrededor de una columna, algunas pequeñas figuras de cera y modelos en miniatura de miembros y otras partes del cuerpo humano. Nos explicaron que los traían aquellos que buscaban el remedio de una enfermedad o la curación de una dolencia ajena y que, al mismo tiempo, hacían un voto o promesa, que cumplían si su petición era escuchada".

Durante su estancia visitó un molino de gofio movido por agua, donde se encontró "un par de bonitas muchachas, luciendo la típica gorra azul y roja que, colocada sobre un lado de la cabeza, imparte un aspecto tan garboso, están esperando a que termine de moler su maíz para llevárselo".

"Aunque el interior del molino no es muy diferente del interior de los molinos de viento -escribe-, no obstante vale la pena señalar que es el agua, y no el viento, la que proporciona la fuerza motriz. Este artículo tan escaso e indispensable es aquí tan abundante realmente que puede desperdiciarse en hacer girar un molino y en regar los árboles de la plaza de abajo. Desde luego, Los Sauces debe sentirse muy orgullosa y agradecida por su abundante suministro de agua".

"Abandonando el molino, subimos algunos escalones altos hasta la acequia que hay afuera y que transporta el agua hasta la rueda. Como de costumbre, han colocado una cruz en la parte alta, a 250 pies sobre el pueblo. Desde aquí se obtiene una bonita vista de muchas de las casas de los alrededores, aunque el pueblo permanezca oculto tras un promontorio de la colina. Hay campos completamente cubiertos de cebollas, que crecen abundantemente y, como están cerca de La Ciudad, las llevan fácilmente hasta allí para su exportación".

"Después fuimos a ver el drago, un magnífico ejemplar situado detrás mismo de la alta pared de un jardín. El camino por fuera está pavimentado con piedras de todas clases y tamaños y mientras nos preparábamos para sacar una fotografía del árbol, unos niños, chicos y chicas, descalzos, de piel oscura y curiosos, se subieron a la acera y también salieron en ella".

Cuando regresaban al pueblo, al pasar por una calle escucharon "una música extraña y acompasada que se acercaba a nosotros. Dirigiendo nuestra mirada hacia donde venía, nos encontramos con un entierro. Cuatro muchachos pequeños, vestidos de gris, transportaban un diminuto ataúd suspendido de unas cuerdas. Detrás de ellos venían dos acólitos y, después, un hombre que portaba una cruz, seguido por dos sacerdotes. A continuación venía la banda, formada por trompetas, tambor, platillos y timbales. Tocaban un tipo de marcha llamada marcha fúnebre. Tenía un sonido tan extraño que más tarde pedí la partitura [La aurora marcha] que el director de la banda me regaló muy amablemente".

"Los músicos tenían una forma muy peculiar de apoyarse sobre la punta de cada pie al marchar, siguiendo el compás de la música. Era como si dieran el paso al primer y tercer compás y descansaran la punta del otro pie, sobre el suelo, al segundo y al cuarto. Seguimos a la procesión hasta el cementerio. El sacerdote no dijo mucho junto a la tumba, y lo que dijo lo dijo de forma muy superficial. Me hicieron sitio al verme detrás y me obligaron a acercarme a la tumba. El cadáver estaba tapado. Era de una niña pequeña, de unos dos años de edad, quizás. Estaba vestida con muselina blanca y cintas de color rosa. La pálida piel bronceada y el pelo oscuro contrastaban dolorosamente con la expresión inánime e infeliz de los labios. Me resultó chocante. Normalmente cuando un niño muere tiene un aspecto muy apacible. Arrojaron un poco de cal viva sobre el cadáver y dentro de la tumba, volvieron a colocar la tapa del ataúd, lo cubrieron con varias palas de tierra, lo más rápidamente posible, y todos se apresuraron a abandonar aquel lugar. El cementerio es pequeño, tapiado por muros altos y con una puerta de entrada; un lugar demasiado desolado y triste para dejar a una persona amada, aún cuando ya sólo sea polvo".

"Debo decir que los asistentes al entierro -excepto los más señalados- parecían mucho más interesados en nosotros que en la ceremonia que acababan de oficiar. El hecho de que ninguno de los familiares directos asista a un entierro hace que los últimos ritos para los muertos se lleven a cabo, al menos así lo perciben los espectadores, de forma insensible. Me dijeron en La Palma que el tocar música en los entierros, y esta marcha en especial, era algo normal en todas las islas. Como la experiencia me ha enseñado a no fiarme de lo que los habitantes de una isla dicen sobre otra, pregunté posteriormente, tanto en Tenerife como en Gran Canaria, si era verdad y me informaron en Gran Canaria que a veces se acompañan los entierros con música, si pagaban para que la banda tocase, pero que aquella marcha en particular y la forma de desfilar de los músicos que vimos en La Palma eran desconocidos. Así que podemos considerarla como característica de esta isla".

El barranco de La Herradura es "una garganta bastante atractiva, con agua y árboles". Siguieron su camino en dirección hacia el mar y "bajamos caminando por sus riberas una corta distancia hasta que divisamos el faro. Es una construcción bastante moderna y, evidentemente, se considera uno de los puntos de interés de La Palma. Nos interesaba más la gente que el faro, así que no quisimos desperdiciar nuestro tiempo viéndolo. Hay sólo tres hombres a cargo del faro".

De regreso a Los Sauces, los Stone visitaron la casa de José Francisco Martín Hernández "para contemplar el paisaje desde sus ventanas. Aquella buena gente se alegró mucho cuando sacamos una fotografía del paisaje. Nos ofrecieron un excelente vino tinto de la isla. La casa era nueva y los dueños, unos jóvenes esposos con un par de niños, uno de los cuales, Adela Martín y González, era una linda pequeñita de año y medio. La vista que consideraban como la mejor era la de una calle larga que atravesaba el pueblo, que subía por la ladera, con un fondo de verdes colinas y montañas, por la que habíamos bajado el día anterior a caballo".

Como recuerdo de su visita le regalaron un trozo de sauce, que Stone clasifica como perteneciente a la variedad salix canariensis, lo que evidencia sus conocimientos de botánica. "Las varas las usan los cesteros y los barrileros. También nos dieron otras dos plantas, mirabilis salappa y datura metel; ésta última, cuando se fuma en pipa o cigarrillo, sirve para curar el asma".

Pendientes de su regreso a Santa Cruz de La Palma, cuyo viaje "solamente nos ocuparía unas pocas horas y como, cuando el vapor atracase, tenía que descargar y volver a cargar, tendríamos tiempo suficiente para llegar a la ciudad tras divisarlo", se pusieron a disposición de su anfitrión

"Partimos al mediodía. Formábamos una caravana bastante larga ya que, además de nuestros tres caballos, nos acompañaban don Manuel y unos caballeros jinetes. Don Manuel montaba un caballo que nunca había sido herrado y tenía entonces acaso ocho años de edad, con cascos duros y bien formados".

Camino de la capital palmera, la primera parada la hicieron en la histórica villa de San Andrés. "Es realmente el puerto de Los Sauces, y que prácticamente es parte de éste. Es un lugar mucho más antiguo que Los Sauces pero como, por desgracia, no posee agua sino que tiene abastecerse del barranco, está decayendo ante su rival más joven y más próspero. San Andrés es famoso porque posee la iglesia más antigua de La Palma. La visita mucha gente procedente de todos los puntos de la isla, que viene a que la cure el Gran Poder de Dios, favor que concede a los que visitan la iglesia. Como en los sauces, aquí también hay muñecas vestidas y figuras de cera colgadas alrededor de una columna particular".

"El piso de la iglesia es de ladrillos rojos y blancos, colocados entre trozos oblongos de madera. También nos mostraron unas imágenes talladas de san Juan y de la Magdalena y una talla, de tamaño real, de un Cristo yaciente, en una caja de madera: "El Cristo muerto" lo llamaban. Sólo alcanzamos a oir la palabra "muerto" y, cuando vimos la caja, pensamos que nos iban a mostrar un cadáver o una momia. Estas imágenes fueron todas hechas y regaladas a esta iglesia por un hijo de la Ciudad. Fuera, en el patio de la iglesia, crece el eucalipto, curativo y aromático. Cerca de la iglesia se encuentran las ruinas del convento de la Piedad. Su último monje, San Francisco (sic.), murió alrededor de 1867".

Cuando llegó el momento de continuar su viaje, "descendemos al barranco de San Juan y llegamos al mar en la desembocadura de la garganta. El barranco es escarpado y yermo, con fachadas muy empinadas donde sólo crece el cardón. Desde Los Sauces hasta la capital el terreno está cortado por una serie de barrancos. Afortunadamente, no son, en general, muy profundos; no son inmensos como la mayoría de los que existen entre Guía y Adeje, en el sur de Tenerife. El segundo era el de La Galga, cuya bajada era bastante mala. Había rocas en el fondo formando montículos y en las cuevas de cada lado se refugiaban las ovejas. Al subir por el otro lado descubrimos una cueva habitada".

"Nuestros tres amigos españoles desmontaron porque no les gustaba la bajada y se sorprendieron bastante al ver que nosotros seguíamos sobre nuestros animales. No podían imaginar los malos caminos que habíamos recientemente conocido, y nosotros, a la vez, nos asombramos de su miedo, aunque pocos de los caballeros de aquí conocen las islas, salvo su municipio. Aunque son menos los que saben algo de otra isla, que no sea la suya. Solían decirnos con frecuencia que sabíamos mucho más acerca del archipiélago que cualquier habitante de las islas. Comprobamos que la profundidad, o más bien la altura, de este barranco, en el lado sur era de 400 pies. A lo lejos, detrás de nosotros, podamos ver Los Sauces y San Andrés".

domingo, 2 de diciembre de 2007

Un viajero inglés en Barlovento

JUAN CARLOS DíAZ LORENZO
BARLOVENTO


El paisaje de Barlovento tiene uno de los encantos más atractivos de las tierras norteñas de La Palma. Desde hace varias décadas, un verde manto de plataneras se extiende desde Oropesa y aledaños bajo la atenta vigilancia del centenario faro de Punta Cumplida -una de las obras públicas más importantes de La Palma del siglo XIX-, cuya esbelta torre de piedra de cantería, situada sobre el promontorio de Punta Cumplida, domina ampliamente el paisaje. La producción, como es característica de la comarca, tiene una calidad indiscutible y contribuye al prestigio del plátano palmero en los mercados de referencia.

A más altura se encuentra el núcleo principal, Barlovento, cabecera del municipio más prometedor del norte insular, que ocupa, aproximadamente, la extensión que los investigadores prehispánicos otorgan al antiguo cantón de Tagaragre, situado entre los barrancos de La Herradura y Los Hombres, envuelto en la leyenda de Temiaba.

Más cercano en el tiempo, a mediados del siglo XIX, el célebre Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de Ultramar, de Pascual Madoz, editado en Madrid entre 1845 y 1850 [Ambito Ediciones, 1986, al cuidado de Ramón Pérez González], dice de este municipio que está situado "al pie de las escarpadas cimas de la cumbre, inmediato a la playa del mar, con buena ventilación, cielo alegre, despejada atmósfera y clima saludable". Formado por los pagos de "los Gallegos, la Palmita, Topa ó Cugas [Topaciegas], Catalanes, Medianías, Pedregales y las Cabezadas, con bastante número de casas esparcidas, de poca altura y por lo común cubiertas de paja", hacia 1850 tenía una población de 2.148 habitantes.

La iglesia parroquial, puesta bajo la advocación de Nuestra Señora del Rosario, "que ocupa casi el centro de los pagos, es pobre y se sirve por un cura, dos sacristanes y un monacillo [monaguillo]; el curato es de entrada y se provee por S.M. o el diocesano, previa oposición en concurso general; tiene una ermita".

Al referirse a los límites municipales, el informante de Madoz dice que "confina al N con el mar, al E también con el mar y con San Andrés y Punta llana, al S con Tijarafe y Oeste con Garafía y Punta Gorda. Dentro del radio de su jurisdicción se encuentra la Caldera de Taburiente (v.), cuyo fondo hecho fértil con el tiempo y regado por muchas y abundantes corrientes de agua, provee de pastos a toda aquella parte de la isla, el Pico del Cedro, el de la Cruz y el de los muchachos, donde tiene su origen el r. Time, que después de fertilizar gran porción de terreno va a desaguar al mar; estos 3 picos son los puntos culminantes de la Caldera: la elevación del primero sobre el nivel del mar, es de 6.803 pies, la del segundo de 7.082 pies y la del tercero, de 7.234; en las faldas y hasta cerca de las cimas de los referidos cerros y por todo el camino que desde la Caldera conduce al pueblo, está poblado de bosques, de pinos, de brezos y otros muchos árboles y arbustos. El terreno, como ha podido inferirse por lo que se acaba de decir, es áspero, barrancoso y lleno de cortaduras y desigualdades hasta la misma playa, pero entre medio no faltan valles y cañadas de muy buenas tierras de cultivo, que regadas con diferentes manantiales de agua, son muy propias para diversos géneros de simientes y plantíos, especialmente bananos, naranjos cidroneros y todos cuantos frutos son propios de los trópicos".

La producción agrícola, además de lo citado, Barlovento también producía "pocos cereales, vino, almendras, miel, cera, seda, ganado lanar, cabrío, vacuno, de cerda y caballar". El capítulo económico se cifraba en 2.743.593 reales de capital de producción, 82.306 reales de capital imponible y una contribución de 34.149 reales.

Para acercarnos a una imagen retrospectiva del pasado, siempre resulta interesante conocer el testimonio y las impresiones de los viajeros del siglo XIX que recorrieron los caminos de la isla, entre los que figuran Charles Edwardes (1887) y Olivia Stone (1888).

Edwardes recoge sus impresiones en su libro titulado Excursiones y estudios en las Islas Canarias [traducción de Pedro Arbona, Cabildo Insular de Gran Canaria, 1998]. Después de haber recorrido la villa de San Andrés y el poblado de Los Sauces, llegó el momento de continuar viaje en demanda de Barlovento, a lomo de bestias.

"Puntualmente, a las cinco de la mañana siguiente -comienza su relato-, fuimos despertados por nuestro mulero principal. Desde nuestra ventana, las cumbres de la Caldera, a tan solo cuatro o cinco millas de distancia, presentaban un terso color carmesí. Nos esperaba una larga y laboriosa jornada, por lo que no podíamos dedicar tiempo al disfrute exclusivo de las bellezas naturales. Todos, excepto nosotros, estimaban absurdo tratar de hacer el trayecto hasta Garafía entre el amanecer y el atardecer. Confiando en nuestros mapas, protestábamos que aquello tenía que ser posible. Encogiéndose de hombros y pronunciando ¡Ave Marías! y ¡carambas!, el alcalde acabó coincidiendo con nuestro anfitrión en que la empresa, aunque difícil, era ciertamente factible".

"Así, media hora después de que hubiera salido el sol -prosigue-, nos internamos en el primero de los doce barrancos que iban a caracterizar el día, el barranco de Herradura, un profundo abismo que comenzaba prácticamente a la puerta de la casa de nuestro amigo. Al alcanzar el otro lado, trotamos alegremente en medio de varios acres de ricos campos de ce-reales, adornados con amapolas rojas y amarillas, y de altramuces. Entonces ascendimos hasta una llanura de tierra roja, igualmente fértil, y pasamos la villa de Barlovento, salpicada de excéntricos molinos de viento y famosa en La Palma por su faro, que guarda el extremo noroeste de la isla".

"Continuamos subiendo hasta encontrarnos rodeados de brezos y cerca de los pinos de las montañas a nuestra izquierda, que a estas horas se hallaban barridas por las nubes. Una vez que la geografía norteña de la isla se desplegó por debajo nuestro en forma de amplias pendientes hasta el rocoso litoral batido por las olas, entonces pudimos hacernos una idea de los obstáculos que nos aguardaban. ¡Un barranco tras otro hasta la costa! Desde el borde de estas soberbias hondonadas contemplamos las escarpadas pendientes de ochocientos y mil pies de profundidad, mientras nos preguntábamos cómo las íbamos a superar. De hecho, ni siquiera los senderos estaban exentos de peligros. Estaban trazados en agudo zigzag en la cara de los pardos riscos, y allí donde se podía se habían clavado troncos de pino a la roca, dispuestos paralelamente y cubiertos con irregularidad de aulagas y barro, que formaban así una vía colgante de tres o cuatro pies de ancho. Cualquier caída desde el camino o por entre sus troncos suponía una forma de morir tan segura como simple. Incluso un mulo no parecía confiar demasiado en semejante obra de ingeniería y tuvo que ser arrastrado con cuidado por el hombre delante suyo, mientras se le empujaba y animaba desde detrás. En algunos tramos los troncos estaban tan podridos, que en una ocasión el animal hundió una de sus patas".

El viajero inglés se muestra impresionado después de atravesar los imponentes barrancos de Gallegos y Los Poleos. Tal impresión sigue cautivando, hoy en día, a propios y visitantes, ante el tajo que ha abierto la acción erosiva en el transcurso del tiempo medido en miles de años geológicos.

"Mas, aunque agotadores, estos barrancos resultaban tan grandiosos que lograban acallar nuestras quejas. En las partes altas los bosques eran espesos. Pudimos ver y oír débiles cascadas que iban a caer en los profundos lechos por entre las enredaderas. De vez en cuando las nubes que rozaban las cabezas de los barrancos se desvanecían para revelar los elevados picos y crestas, asombrosamente cercanos, con sus manchas y cúmulos de nieve en las grietas de las vertientes".

"Los dos lugares donde descansamos ese día eran, aunque por diferentes razones, muy atractivos. Desayunamos sobre una zona de césped junto a las azules piedras del fondo de un barranco, de cuyas rocosas paredes colgaban mimbreras, zarzosas y de gran longitud, cerca de la angosta salida al mar. A unos ochocientos pies por encima nuestro había una pequeña casa negra, la última que íbamos a ver en horas, dijeron los hombres. Hacia allá subimos penosamente, después de desayunar, para comprar huevos crudos, por dos, tres peniques y medio, y comer cuajo y suero con unos granos de azúcar, cuidadosamente pesados por la señora de la casa como si se tratara de una carísima droga. Eran las nueve de la mañana. A las dos de la tarde consideramos que nos merecíamos nuevamente otro descanso. ¡Qué encantadora región recorrida en el intervalo! Completamente sin cultivar, si no completamente incultivable. De las verdes colinas cubiertas de asfodelos y botones de oro, habíamos ascendido a las rocosas cimas coronadas de gigantescos pinos, cuyos troncos, de una yarda de diámetro, se alzaban rectos y sin ramas hasta una altura de entre ochenta y cien pies. Después de atravesar un bosquecillo de laureles y jaras, pisamos la mullida alfombra de pinochas abriéndose un interminable panorama de troncos de pino a nuestro alrededor, en una atmósfera tan fragante como estimulante. Y así llegamos a una pequeña cañada, cubierta por una bóveda de entremezclados laureles y pinos, y llena del canto de los mirlos. Un manantial corría, y fue a su lado que descansamos durante media hora en la fresca sombra".

A pesar de ir conducidos por muleros que debían conocer el camino, de la crónica de Edwardes se desprende que se habían perdido en su camino, lo que frustró su deseo de llegar a Garafía en una jornada de sol a sol:

"Por espacio de siete u ocho horas habíamos avanzado a paso ligero a través de aquella accidentada y elevada región. Entonces, cuando la luz comenzaba a difuminarse en las refulgentes copas de los pinos, los hombres admitieron que se habían extraviado. No era nada extraño, pero sí molesto. Gritaban, uno después del otro, mientras continuábamos dubitativamente, subiendo y bajando colinas, con la esperanza de que algún oculto pastor les oyera. En eso fuimos afortunados, ya que después de un rato escuchamos el tintineo de los cencerros vimos allá, en lo alto de un verde y cónico montículo coronado de pinos, un rebaño caprino y una pareja de muchachos cubiertos con largas capas blancas. Los chicos estaban tan asustados que contestaban "sí, señor", a todas nuestras preguntas. Sólo cuando comenzábamos a alejarnos, el más atrevido de los dos nos dio algunos consejos con voz estentórea.

Sus indicaciones nos llevaron de nuevo a lo alto de la montaña. En el camino penetramos en un banco de niebla, seca e inocua, que el sol atravesaba parcialmente, provocando extraños y bellos efectos visuales en nuestro entorno. El oro de las ramas laterales de los pinos se hallaba rociado de púrpura, las rocas se sonrojaban intensamente y las siemprevivas que las cubrían con profusión destacaban como amatistas en aquel bello escenario. Hasta el musgo bajo nuestros pies se teñía prismáticamente, y así, durante unos breves minutos, nosotros y todo lo que nos rodeaba sufrimos una transfiguración tan romántica como exquisita".

La viajera inglesa Olivia Stone se mostró poco interesada por conocer Barlovento con el recorrido que había hecho un año antes su compatriota. En su libro Tenerife y sus seis satélites [traducción de Juan S. Amador Bedford, Cabildo Insular de Gran Canaria, 1995], escribe lo siguiente:

"Continuamos hasta que llegamos al barranco de la Herradura, una garganta bastante atractiva, con agua y árboles. Dirigiéndonos hacia el mar, bajamos caminando por sus riberas una corta distancia, hasta que divisamos el faro. Es una construcción bastante moderna y, evidentemente, se considera uno de los puntos de interés de La Palma. Nos interesaba la gente más que el faro, así que no quisimos desperdiciar nuestro tiempo viéndolo. Hay sólo tres hombres al cargo del faro".

A comienzos del siglo XX, otro inglés, A. Samler Brown, en su Guía de Madeira, Las Islas Canarias y las Azores [traducción de Isabel Pascua Febles y Sonia C. Bravo Utrera, Cabildo Insular de Gran Canaria, 2000], dice de Barlovento que "está situado a 1.700 pies, población 1.986 habitantes, hay una iglesia y posibilidad de alojamiento, se llega en 1½ h. (es posible visitar el faro en 1½ h). Las Toscas de Barlovento, que se encuentra a 1.530 pies a donde se llega en 1¾ h, cuenta con una gran cantidad de dragos en los alrededores, no hay alojamiento. También merece la pena visitar el Bco. Gallegos, hasta cuyo fondo se puede descender 1.200 pies después de 3½ h, llegar a la venta de los Gallegos, a 900 pies, donde hay alojamiento. Después de este pueblo el paisaje es aún más hermoso, especialmente si se observa desde el sendero".